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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
8
Drama. Romance Jean y Juliette contraen matrimonio y emprenden su viaje de bodas a bordo de L'Atalante, una barcaza de la cual Jean es capitán. Junto con el marinero Père Jules y un joven cabinero, la pareja navega por los canales cercanos al Sena. El largo viaje resulta aburrido para Juliette, quien ansía conocer la Ciudad de la luz. Jean cumple entonces el deseo de su joven esposa y la lleva a París. (FILMAFFINITY)
9 de marzo de 2019
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con tratarse de una de las más exiguas de la historia —dos cortos, un mediometraje y un solo largo, esta “L´Atalante”—, la filmografía de Jean Vigo se cuenta, asimismo, entre las más influyentes. Su impronta en el naturalismo casi “amateur” de la “nouvelle vague” no deja lugar a dudas: hay planos de Truffaut que diríanse calcados de Vigo.
Hijo de un anarquista español sospechosamente “suicidado” en la cárcel, Jean Vigo constituye un ejemplo palmario de “outsider” genial. Ajeno a las servidumbres de la industria —por ende, también a sus parabienes presupuestarios—, da a luz una obra originalísima, fiel reflejo de la libérrima personalidad de quien, no en vano, ha sido llamado el “Rimbaud del cine”. Si en “A propósito de Niza” (“À propos de Nice”, 1930) ofrecía un retrato muy alejado de la tópica postal turística y en “Cero en conducta” (“Zéro de conduite”, 1933) dedicaba una mirada corrosiva al ineficiente y corrupto sistema educativo de su tiempo —“Taris, rey del agua” (“Taris, roi de l´eau”, 1931) fue un trabajo eminentemente alimenticio, a mayor gloria del nadador Jean Taris—, “L´Atalante” no se queda atrás en cuanto a voluntad iconoclasta, erigiéndose en inolvidable anatema antirromántico.
Como humanizador del vanguardismo, Vigo incorpora al relato de la difícil convivencia de dos recién casados una inaudita modernidad formal, cierto que en ocasiones consecuencia de las circunstancias —algunos ángulos, audaces hasta la temeridad, se deben a la escasa maniobrabilidad de los camarotes, peor aún habida cuenta de los armatostes con que se filmaba entonces—, pero prueba incontestable de su maestría en muchas otras. Estoy pensando en los planos subacuáticos, ya experimentados en “Taris, rey del agua”.
Mención especial merece el insólito Michel Simon. Repasando su biografía, igualmente extravagante, no cuesta entender lo cómodo que se lo percibe en el personaje de viejo lobo de mar —aquí, para su amargura, trasvasado a agua dulce—, borrachín, putañero y desvergonzado. Incluso su relación con esa manada de gatos que conforme avanza la película parece crecer y crecer se antoja sacada de su periplo vital. Este gran cínico, carcajeante y ácrata cual superhombre nietzscheano, encarna con dolorosa exactitud los valores de un director que la muerte se llevó demasiado pronto, sin haber cumplido siquiera los treinta, privándonos de comprobar hasta dónde podría haber llegado. Me atrevo a aventurar que muy lejos.
Carorpar
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