Si algo no se le puede negar a Priscilla, es su vena “buenrollista”. Si bien el toque dramático carece de cierta intensidad como en, por ejemplo, 'Hedwig and the angry inch'; entre vestidos coloristas y música de ABBA (de los que no soy muy devoto pero, aún así, se ven bien integradas en la trama) no es de extrañar que al finalizar la película más de uno se encuentre con la sonrisa tonta en su cara, siempre y cuando tengamos la mente abierta y no seamos como los retrógrados que huyen de todo lo que 'huele' a gay por miedo a que se les contagie algo.

Stephan Elliott, con un presupuesto más bien escaso y apenas días de rodaje (tengo entendido que ni llegan a treinta) se sacó de la manga una cinta indie muy querida por gran parte de sus espectadores que la han elevado al status de 'culto'.
Una road movie que funciona por lo que funcionan la mayoría de este subgénero: personajes carismáticos que importa su devenir al espectador. Y si, además, existe química entre ellos, como es el caso, el éxito está asegurado.
Aparte de esta gran baza, el vestuario (ganador del Oscar) imprime la gracia y colorido necesario que junto a los hermosos paisajes desérticos de Australia conforman la buena fotografía de Brian J. Breheny.
No hay que olvidarse de Priscilla, ese autobús lavanda que bien se siente tan acogedor como un hogar, el mismo que guarece a Bernadette, Mitzi y Felicia en su gran aventura hacia Alice Springs.

En definitiva, un viaje vivaz y entrañable hacia el/la 'Show star' que llevamos dentro.