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Voto de Travisloock:
9
7,2
3.570
Drama. Thriller
Dorian Gray (Hurd Hutfield) es un joven aristócrata muy atractivo que vende su alma al Diablo a cambio de la eterna juventud. Gracias a una invocación consigue que sea el retrato que le ha hecho su amigo Basil Hallward (Lowell Gilmore) el que sufra el proceso natural del envejecimiento. (FILMAFFINITY)
9 de enero de 2010
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una ciudad donde el regreso sí era posible. Yo ya había probado pasear por las calles de la ciudad universitaria sin encontrar en los rostros atisbos de lo que fueron, teniendo que abdicar de la posibilidad de retornar a la época estudiantil y sus calles lloviznadas, y sus carpetas de cartón cediendo por los lados de los que estira la goma prieta. No había ni rastro de ello; ni tampoco pude constatar la ingenuidad en las conversaciones que yo daba por bien recordadas; todos esos chicos callaban ante una pregunta y algo en mi rostro era delatado.
También probé la pirueta menor hacía los años que siguieron: esos otros años desde donde se bifurcan todas las vidas posibles que uno pudo vivir, donde cada elección era crucial y donde tememos más dejarnos algo por probar que el error por haberlo probarlo. Así que me remití a la agenda perdida, a los antiguos romances; no por un mero anhelo carnal, ni siquiera por suplir una necesidad vanidosa y galantera, sino por el deseo de apenas poner un pie en los posibles caminos que me dejé atrás. Asociaba a cada romance una vida distinta, una bifurcación que empezaba en la edad en que estamos libres de los deberes académicos y también, en la mayoría de los casos, familiares; en la verdadera juventud. La vida plena empezaba en ese punto, y proyectaba en cada mujer una posible vuelta a ese punto.
---
Recordaba a la ordenada Renné, limpia y pulcra, domesticada y domesticadora. Ella era una nubecita blanca donde apoyar la cabeza. Contestaba al teléfono siempre interesada. Se quejaba de su propia tozudez, dando el asunto por perdido, <es imposible cambiarse uno mismo>, me decía. Cuando contaba los subtotales de las compras, volvía los ojos hacía arriba, delante del dependiente; también, delante mía, calculaba entre dientes, o cuando tenía que meditar algo volvía los ojos o ladeando la cabeza miraba hacía bajo, sin poder nunca ocultar una cavilación; mentía fatal. Paseamos por la costa y me indicó la cala donde sus padres las llevaban de pequeña a ella y sus hermanas; y que en esas excursiones, de pequeñas, las niñas preguntaban < ¿A dónde vamos?>, y la madre les respondía< Ya queda poco>, y ellas preguntaban de nuevo < ¿Pero a dónde?>, y la madre < A la casa del conde>. Al llegar al final de la playa, mientras me señalaba el faro abandonado donde entraba cuando jugaban al escondite, la besé.
Mucho tiempo antes de todo eso, mientras Renne me preparaba un té en casa de sus padres después de hacer los deberes, yo había claudicado para siempre de ella, pues sentí que amaba de maneras distintas a distintas personas. Fue después de que el señuelo de la tetera saltara pitando, mientras esperaba que se enfriara el té en la taza. Y esa sensación tan irrefutable como contradictoria que no podía explicarme, me hizo alejarme de allí.
Quizás por ello volví a reclamar una victoria, a consumar un derecho o a castigarla más por mis sensaciones o instintos que por una certeza.
También probé la pirueta menor hacía los años que siguieron: esos otros años desde donde se bifurcan todas las vidas posibles que uno pudo vivir, donde cada elección era crucial y donde tememos más dejarnos algo por probar que el error por haberlo probarlo. Así que me remití a la agenda perdida, a los antiguos romances; no por un mero anhelo carnal, ni siquiera por suplir una necesidad vanidosa y galantera, sino por el deseo de apenas poner un pie en los posibles caminos que me dejé atrás. Asociaba a cada romance una vida distinta, una bifurcación que empezaba en la edad en que estamos libres de los deberes académicos y también, en la mayoría de los casos, familiares; en la verdadera juventud. La vida plena empezaba en ese punto, y proyectaba en cada mujer una posible vuelta a ese punto.
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Recordaba a la ordenada Renné, limpia y pulcra, domesticada y domesticadora. Ella era una nubecita blanca donde apoyar la cabeza. Contestaba al teléfono siempre interesada. Se quejaba de su propia tozudez, dando el asunto por perdido, <es imposible cambiarse uno mismo>, me decía. Cuando contaba los subtotales de las compras, volvía los ojos hacía arriba, delante del dependiente; también, delante mía, calculaba entre dientes, o cuando tenía que meditar algo volvía los ojos o ladeando la cabeza miraba hacía bajo, sin poder nunca ocultar una cavilación; mentía fatal. Paseamos por la costa y me indicó la cala donde sus padres las llevaban de pequeña a ella y sus hermanas; y que en esas excursiones, de pequeñas, las niñas preguntaban < ¿A dónde vamos?>, y la madre les respondía< Ya queda poco>, y ellas preguntaban de nuevo < ¿Pero a dónde?>, y la madre < A la casa del conde>. Al llegar al final de la playa, mientras me señalaba el faro abandonado donde entraba cuando jugaban al escondite, la besé.
Mucho tiempo antes de todo eso, mientras Renne me preparaba un té en casa de sus padres después de hacer los deberes, yo había claudicado para siempre de ella, pues sentí que amaba de maneras distintas a distintas personas. Fue después de que el señuelo de la tetera saltara pitando, mientras esperaba que se enfriara el té en la taza. Y esa sensación tan irrefutable como contradictoria que no podía explicarme, me hizo alejarme de allí.
Quizás por ello volví a reclamar una victoria, a consumar un derecho o a castigarla más por mis sensaciones o instintos que por una certeza.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Alejandra no era ninfómana, simplemente no podía estar sola. La hice llorar vestidita con un picardías rosa, arrodillada al borde de la cama. Después de suplicarme y suplicarme, al claudicar, dijo que se lo merecía, que ahora sentía lo que antes ella había hecho. Callé lo que pensaba, que al final esto era cuestión de quién sería más rápido en desenfundar y herir al otro.
Descubrí después lo que hacía el rencor. Me sorprendió que me la devolviera, francamente, cuando yo grité su ayuda y justo en ese momento no estaba.
Carlota nunca estuvo, un día vino a pedir algo que no quería. Yo tomé la decisión por los dos.
No sé si ella era la mujer de vida. No sé si fue a la que más quise. Yo creo que era ella. Pues le dediqué muchos kilómetros de paseos y dos años de aquellos, que eran tan largos.
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Porque el tiempo se vale del movimiento para parecer inocuo, decidí correr. Al igual que mi héroe Hans Castorp, utilizar el viaje para dilatar el tiempo, para pararlo todo. Pero no sólo pararlo sino vencerle. Por ello volví a esa ciudad con la excusa de pasar la tarde porque me pillaba de camino, cuando el resto del viaje no sabría a dónde me llevaría y era la cuartada para ello.
Llamé a mi tía Teresa, se puso mi prima Martita. Está tomando unas cañas con mi padre, me dijo. Le mandé un beso fuerte, y le deseé suerte para los exámenes.
Recordaba toda la ciudad, y el bar; la ciudad había encogido, casi notaba las suelas de mis zapatos sobrevolando las marquesinas y si alzara los brazos encaramándome por las azoteas, pero las ubicaciones no habían cambiando.
Llegué al bar. Mis tíos estaban allí. Grité “tía Teresa”, como si pidiera auxilio. Al no reconocerme. Le volví a decir, “no te acuerdas de tu sobrino preferido?”. Ella se sorprendió, y me abrazó muy fuerte, y me llamó con el diminutivo con el que solía llamarme.
Y me caí cuan grande soy, un gigante por la ciudad de mi infancia. Todo mi peso sobre sus estrechos osteoporosicos hombros, y mi nariz entre la felpa de su abrigo. Sus mejillas pintorreteadas y vencidas cediendo ante las caricias de las mías, subiendo y bajando dúctiles como colgajos, me parecieron el mejor lugar del mundo, tan suaves.
Me invitaron a una cerveza y me hablaron los dos de sus hijos y lo bien que les iba a todos. No me preguntaron por mis padres porque los habían visto hace poco. Realmente yo era el que hacía muchos años que no veían. Les gustó mi ropa ibicenca, y yo les comenté que aunque hacía calor, no se sudaba mucho con el clima tan seco.
Me fui corriendo a la estación, contento por mi proeza, casi bailando. Y entonces, descubrí lo que esos chicos veían en mi cara delatora, lo que yo no podía admitir, y por la causa por la que me cortaba tanto mientras me afeitaba.
En la cristalera del vagón, en sus puertas correderas, la cicatriz de mi rictus. Demasiado profunda incluso para mi edad.
Descubrí después lo que hacía el rencor. Me sorprendió que me la devolviera, francamente, cuando yo grité su ayuda y justo en ese momento no estaba.
Carlota nunca estuvo, un día vino a pedir algo que no quería. Yo tomé la decisión por los dos.
No sé si ella era la mujer de vida. No sé si fue a la que más quise. Yo creo que era ella. Pues le dediqué muchos kilómetros de paseos y dos años de aquellos, que eran tan largos.
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Porque el tiempo se vale del movimiento para parecer inocuo, decidí correr. Al igual que mi héroe Hans Castorp, utilizar el viaje para dilatar el tiempo, para pararlo todo. Pero no sólo pararlo sino vencerle. Por ello volví a esa ciudad con la excusa de pasar la tarde porque me pillaba de camino, cuando el resto del viaje no sabría a dónde me llevaría y era la cuartada para ello.
Llamé a mi tía Teresa, se puso mi prima Martita. Está tomando unas cañas con mi padre, me dijo. Le mandé un beso fuerte, y le deseé suerte para los exámenes.
Recordaba toda la ciudad, y el bar; la ciudad había encogido, casi notaba las suelas de mis zapatos sobrevolando las marquesinas y si alzara los brazos encaramándome por las azoteas, pero las ubicaciones no habían cambiando.
Llegué al bar. Mis tíos estaban allí. Grité “tía Teresa”, como si pidiera auxilio. Al no reconocerme. Le volví a decir, “no te acuerdas de tu sobrino preferido?”. Ella se sorprendió, y me abrazó muy fuerte, y me llamó con el diminutivo con el que solía llamarme.
Y me caí cuan grande soy, un gigante por la ciudad de mi infancia. Todo mi peso sobre sus estrechos osteoporosicos hombros, y mi nariz entre la felpa de su abrigo. Sus mejillas pintorreteadas y vencidas cediendo ante las caricias de las mías, subiendo y bajando dúctiles como colgajos, me parecieron el mejor lugar del mundo, tan suaves.
Me invitaron a una cerveza y me hablaron los dos de sus hijos y lo bien que les iba a todos. No me preguntaron por mis padres porque los habían visto hace poco. Realmente yo era el que hacía muchos años que no veían. Les gustó mi ropa ibicenca, y yo les comenté que aunque hacía calor, no se sudaba mucho con el clima tan seco.
Me fui corriendo a la estación, contento por mi proeza, casi bailando. Y entonces, descubrí lo que esos chicos veían en mi cara delatora, lo que yo no podía admitir, y por la causa por la que me cortaba tanto mientras me afeitaba.
En la cristalera del vagón, en sus puertas correderas, la cicatriz de mi rictus. Demasiado profunda incluso para mi edad.