Hay pocas cosas que me gusten más, en lo referente al cine, que el hecho de que las adaptaciones sean fieles (en la medida de lo posible) a sus homólogos literarios. Igual que descubro mi sombrero de copa ante la adaptación de El Señor de los Anillos, lo hago con Juego de Tronos.
Sin embargo no sólo la fidelidad garantiza calidad en el cine (y menos en una serie). Por fin una producción combina calidad argumental, algo que escasea en la inmensa mayoría de series, con una calidad visual digna de las mejores producciones de la gran pantalla. La fusión de ambos aspectos propicia casi diez horas de inmersión, inquietud, sorpresa y, en mi caso, de un cabreo sano y monumental los últimos capítulos. Pero, por encima de todo, propicia ganas de mucho más Juego de Tronos.
Un último apunte, que le suban el sueldo a quien hiciera el casting de actores.