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Voto de Fco Javier Rodríguez Barranco:
7
Drama Álvaro (Javier Gutiérrez) se separa de su mujer, Amanda (María León), una exultante escritora de best‐sellers, y decide afrontar su sueño: escribir una gran novela. Pero es incapaz; no tiene talento ni imaginación... Guiado por su profesor de escritura (Antonio de la Torre), indaga en los pilares de la novela, hasta que un día descubre que la ficción se escribe con la realidad. Álvaro comienza a manipular a sus vecinos y amistades para ... [+]
17 de febrero de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me negarán ustedes que eso de poner a un aspirante a escritor a redactar escrituras públicas como pasante en una notaría tiene su retranca. Mucha retranca. Quizá por eso, el escribano por escritor no ve personas, sino personajes en El autor (2017), de Manuel Martín Cuenca, premiada con el FIPRESCI del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), dentro de la sección Special Presentations, y Javier Gutiérrez en los Goya, como Mejor actor, por citar sólo dos galardones importantes. «Eres un gran personaje», reconoce Álvaro, el protagonista, a la portera del inmueble como una terneza en una noche de copas solitarias en un local de karaoke patético.
Afirma Martín Cuenca al hablar de esta película que está hecha con muy mala leche y no es ejemplo menor la segunda escena cuando una escritora de pelotazo, autora de una novela de masas, recibe la máxima distinción de la Junta de Andalucía. Y es que el problema viene cuando la «c» de «comercial» se convierte en la «c» de «cultural» y entonces todo el mundo, autoridades oficiales incluidas, se desviven para agasajar a los autores de superéxitos, de tal modo que el mejor escritor no es el que mejor escribe, sino el que más vende.
En este contexto, digamos, sociocultural, florecen los talleres de escritura creativa, uno de los cuales cumple un papel central en el largometraje que nos ocupa,una de cuyas consecuencias más inmediatas es que la narrativa ha regresado por sus cauces más tradicionales y la historia se ha convertido en la gran, si no única, protagonista de la narrativa. Hoy día se persiguen historias que funcionen como novela, cuando ello no debería ser más un elemento más, dentro de una actividad como la literaria que es un arte y, como tal, ha de utilizar las palabras como de las pinceladas de un pintor se tratara. Si nos dejamos sojuzgar por la historia, ¿dónde quedaría el teatro de absurdo o lo mejor de narrativa del aclamado «boom» latinoamericano del siglo pasado? ¿Para qué sirvieron las vanguardias si hemos regresado a los esquemas narrativos más clásicos? ¿Qué tipo de historia sería El proceso, de Kafka, por ejemplo, todo un alarde de absurdo trágico, o Rayuela, de Cortázar? ¿Dónde colocaríamos El público, de Lorca? Las artes plásticas sí han conseguido despojarse del pesado lastre de lo convencional, pero la narrativa ha regresado con paso firme a los planteamientos más tradicionales. Yo no apelo a una narrativa sin historia, pero considerándola como un elemento más, en armoniosa convivencia con la estructura y la forma, y no el principal componente de una novela, salvo que se pretenda escribir un libro de masas, que es lo que Martín Cuenca denuncia en su película, basada en la primera novela de Javier Cercas, El móvil , publicada en 1987. Vamos a decirlo claramente: lo que hace grandes a los fusilamientos del tres de mayo o el bombardeo de Guernica, no son las atrocidades bélicas en sí, sino las técnicas pictóricas de Goya y Picasso, respectivamente.
Y en ésas se halla Álvaro cuando decide escribir una novela en El autor: en la búsqueda de una historia que agrade a su profesor del taller de escritura, pero esa búsqueda de la trama puede desembocar en obsesión, como ya afirma Cristina Fernández Cubas. Martín Eden, en la novela homónima de Jack London padeció igual obsesión. Cuando se conocieron en los jardines de Victoria Ocampo, Borges le exigió a Bioy Casares dedicación absoluta a la literatura si quería ser un escritor de verdad. Vicente Huidobro fundó el creacionismo para que los poetas no pintaran la rosa, sino que la crearan. Fausto vendió su alma a Mefistófeles para que le concediera plenos poderes y treinta años más de vida, de modo que pudiera alcanzar el saber universal, lo que alcanza a lo literario, obviamente. Por ello, no nos hallamos ante una cuestión baladí: la obsesión por el argumento, al igual que el sueño de la razón, produce monstruos.
Y la monstruosidad de Álvaro en El autor se agiganta al querer inspirarse en la vida misma e incluso influye en la realidad por su afán de ficción, todo ello, insisto, para agradar al profesor de un taller de escritura, lo cual ha de recordarnos forzosamente En la casa (2012), de François Ozon, donde un profesor de instituto se apasiona por dirigir las inquietudes literarias de un alumno al que le hace leer con regularidad lo que ha escrito, tomado de la vida misma, de tal modo que la realidad se traslada a la ficción, que modifica la realidad hasta que ésta decide cómo acabar la ficción, de manera totalmente similar a la cinta que nos ocupa: el afán de una historia por parte de Álvaro, hace que éste altere la vida de los vecinos que le rodean, quienes al final, desde la vida real, le brindarán el final perfecto: no el desenlace deseado, pero sí el que mejor se adosa a esa novela . Existe sí una diferencia importantes entre ambos filmes y es que, mientras en la obra de Ozon las alteraciones mutuas de realidad y ficción acontecen de manera involuntaria e incontrolable, en la de Cuenca-Cercas, dichas influencias mutuas obedecen a un plan bien definido de Álvaro y, hasta cierto punto, controlable. En definitiva, las personas dejan de ser personas para convertirse en personajes. Algo así como mover la cruceta de los títeres, sólo que en vez de con muñecos, con seres humanos y ver cómo se mueven. Todo escritor aspira a ser un pequeño dios en lo que narra. En el caso de la película de Martín Cuenca, el creador aspira a serlo también de las vidas de sus vecinos.
Muy destacable me parece el juego de sombras chinescas mediante el que Álvaro asiste a la vida de la pareja de mexicanos, que ha de recordarnos, necesariamente la alegoría de la caverna de Platón, donde los prisioneros sólo ven las sombras de la realidad.
Dicen que la manera más segura de asegurarse la inmortalidad es mantener una relación con alguien dedicado a la creación literaria. Sin embargo, en cuestiones de eternidad es como la caridad bien entendida, que empieza por uno mismo, es decir el autor.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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