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Voto de Fco Javier Rodríguez Barranco:
8
Comedia. Intriga California, año 1970. A Doc Sportello, un peculiar detective privado de Los Ángeles, le pide ayuda su exmujer, una seductora "femme fatale" debido a la desaparición de su amante, un magnate inmobiliario que pretendía devolverle a la sociedad todo lo que había expoliado. Sportello se ve envuelto así en una una oscura trama, propia del cine negro. Adaptación de la novela homónima de Thomas Pynchon publicada en 2009. (FILMAFFINITY)
17 de marzo de 2015
32 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puro vicio (2014), de Paul Thomas Anderson, está basada en la novela de Thomas Pynchon, si bien el título original de película y novela es Inherent Vice, lo que traducido al español sería ‘Vicio oculto’ y se aproxima bastante más a lo que vemos en la pantalla, puesto que el verdadero significado de este filme no consiste en plasmar depravaciones, sino defectos intrínsecos, como la fragilidad de los huevos, o la inconsistencia humana.

El hilo conductor es una triple investigación: la del FBI, la de la policía de Los Ángeles y la del doctor Sportello, psiquiatra de profesión e investigador privado a tiempo parcial. Pero esto no tiene nada que ver con las novelas y cine negros, donde como ya he comentado en alguna ocasión anterior, los buenos son malos que se cansaron de serlo; ni tampoco se parece a los detectives escépticos del tipo Dave Robicheaux, el protagonista de las novelas de James Lee Burke, para quien descubrir un caso es como apuntalar su turbio concepto de la vida sin esencia, comúnmente conocida como existencia.

Muy al contrario de todo eso, Sportello se trata de un hippy consumidor asiduo de todo tipo de drogas, salvo heroína, que habita en un mundo de visiones esmeriladas, sin una idea clara de cuál es su misión en la Tierra, y exhibe ufano sus pies negros de roña: por si alguien tenía alguna duda, hay un primer plano de la planta que lo acredita fehacientemente. Interpretado con credibilidad por Joachim Phoenix, este, digamos, detective (“No me digas que te han dado licencia de investigador”, se escucha en algún momento del filme), no es ni valiente, ni arrogante, ni especialmente lúcido, tampoco tonto, tenaz a su manera, pero por encima de todo, más que un sabueso en sentido estricto es un observador curioso por desbrozar la espesura en que se mueven sus percepciones. No es un héroe, ni tampoco un anithéroe: simplemente intenta mantener la dignidad desenfocada que caracteriza a las realidades relativas.

Esta producción nos sitúa en uno de los momentos más críticos de los Estados Unidos de Norteamérica, puesto que, por un lado, estamos todavía en el primer mandato de Nixon, con el telón de fondo de la Guerra de Vietnam, tenemos una Hermandad Aria, en cuyos postulados ideológicos no es necesario profundizar, así como un grupo ultraconservador denominado California Vigilante, y en el otro extremo, los Panteras Negras. La acción se sitúa en la costa californiana y tenemos también una policía aburrida de pisotear derechos civiles y los escabrosos enjuagues del FBI. Tampoco podían faltar la droga, la pedofilia y la prostitución, además de los ligeros desajustes con las drogas a que hemos aludido antes.

Pues bien, no se trata de una película contra Nixon ni contra el FBI, contra los nazis ni los ultraconservadores, ni hay manifestaciones a favor o en contra de los Panteras Negras. No hay olas surferas en el Pacífico y, de hecho, la presencia de este océano en la peli se reduce a lo mínimo imprescindible. Tampoco constituye un alegato desaforado contra la Guerra del Vietnam, ni existe moralina contra la prostitución, las drogas o la pedofilia. Bueno, es que si se me apura, tampoco parece muy relevante que triunfe o no la justicia, que triunfe o no un romance larvado durante todo el filme.

La historia policial no es nada más que la excusa perfecta para mostrarnos la sociedad de colgados que, imagino —no he leído aún la novela—, pretende mostrarnos Pynchon en su libro. El modo en que se resuelve el caso se nos antoja poco verosímil, pero descubrimos, en cambio, todo un enjambre de personajillos con una imagen difusa de la realidad, en cuyas trascendencias lisérgicas se cruzan pasiones que pudieran ser brutales, si no fuera porque entre ellas se navega —en este aspecto sí podemos hablar de surf, aunque sea en sentido metafórico—, como si estuvieran cabalgando sobre una ola moderada. Nada de grandes agitaciones. Nada de una excesiva vehemencia. Incluso hay salpicaduras humorísticas, que consisten en rizar la irrealidad, en momentos a priori poco proclives para los gags. Y es que, desde mi punto de vista, hay en el filme de Anderson una vuelta de tuerca sobre el nihilismo del Nota, el personaje interpretado por Jeff Bridges, en El gran Lebowsky (1998), de los hermanos Coen.

Ya lo decía Descartes: ¿Y si un geniecillo maligno se obstinara en que los sentidos, incluso mi inteligencia, me ofrecieran siempre una imagen distorsionada de los objetos o de los conceptos? Pues una cosa así es lo que se aprecia en este largometraje: la poca eficacia de la información sensorial, o una especie de acorchamiento de las herramientas racionales, en un contexto social, donde han desaparecido los grandes mitos: la película se sitúa en los epígonos del hippismo.
En cuanto a cuestiones técnicas, Inherent Vice se apoya en una sucesión de primeros planos de Phoenix, con perfiles camaleónicos en ocasiones para ajustarse al perfil en que se lleva a cabo su, digamos, investigación en ambientes nocturnos o interiores artificiales. Incluso para las escenas diurnas de exterior se ha buscado el mayor oscurecimiento posible. Tonos marengo en las calles, muy alejados del sol radiante que espera uno encontrar en Santa Mónica. La música también oscila entre los cristales afilados del impresionismo clásico o las recreaciones psicodélicas, como no podía ser de otra manera en una película de estas características. Todo ello para conseguir unas vivencias dislocadas, un zigzag de las emociones, unas sombras que antes fueron hombres.

Será necesario, pues, para mejor comprender este filme, leer con mayor detenimiento a Pynchon, que pertenece a una generación posterior a la Beat Generation, la de Kerouac, Ginsberg o Burroughs, que a su vez “jubilaron” a la Generación Perdida, la de Hemingway, Dos Passos o Steinbeck, entre otros muchos, que conocieron la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión del 29, pero también las frivolidades y la agitación creativa de los años veinte.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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