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Voto de Denis Gómez:
8
6,0
8.699
Intriga. Thriller. Drama
En su apartamento de urbanización prototipo de Los Angeles, Sam (Andrew Garfield) anda por la vida muerto de aburrimiento. Ningún aliciente hasta ese día en que descubre a una nueva vecina sexy, deslumbrante, inquietante, misteriosa y, de repente, desaparecida. Y aún hay mayores rarezas esperando a Sam, porque por el barrio anda suelto un asesino de perros...
1 de enero de 2019
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es lícito violar una cultura, pero a condición de hacerle un hijo”. Con esta frase, la escritora y filósofa francesa Simone de Beavouir resumió su concepción sobre la cultura y, más importante aún, sentenció su visión sobre la creación artística. Por muy sorprendente que suponga en la actualidad el hecho de oír a una referente histórica del feminismo empleando la palabra violación en una clara aceptión semipositiva, siendo esto una consecuencia directa de la grandes cotas de sensibilización que se han ido obteniendo gradualmente hacia estos temas por parte de la sociedad, no es sino una anécdota en comparación con el inmeso potencial que encierra esta sentencia.
La crítica es y ha sido siempre un pilar fundamental dentro del cautivador mundo de la cultura, porque no se dedica a ensalzar la misma, sino que revela sus carencias. Vivimos una época turbia en cuanto a esta refiere; la admiración histórica que se ha profesado hacia literatos, pintores y demás iconos artísticos ha sido sustituida, de un modo despreciable a la par que forzoso, por una especie de culto mezquino hacia la fama. Asumámoslo, pues no abordar este tema solo nos hace aún más cómplices: Chuck Palahniuk tenía más razón que un santo cuando, por boca de su archiconocido personaje Tyler Durden, decía aquello de que somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. Una frase repetida hasta la saciedad gracias a su adaptación al cine en 1999. Por aquel entonces, David Robert Mitchell tenía apenas 25 años y era un licenciado en producción audiovisual por la Universidad de Florida. Otro aspirante más a director en Ámerica, la cuna de los sueños. Otro quijote del séptimo arte dispuesto a darlo todo por hacerse un nombre bajo las soleadas colinas de Los Ángeles. Y es aquí donde empieza todo, en Hollywood.
La crítica es y ha sido siempre un pilar fundamental dentro del cautivador mundo de la cultura, porque no se dedica a ensalzar la misma, sino que revela sus carencias. Vivimos una época turbia en cuanto a esta refiere; la admiración histórica que se ha profesado hacia literatos, pintores y demás iconos artísticos ha sido sustituida, de un modo despreciable a la par que forzoso, por una especie de culto mezquino hacia la fama. Asumámoslo, pues no abordar este tema solo nos hace aún más cómplices: Chuck Palahniuk tenía más razón que un santo cuando, por boca de su archiconocido personaje Tyler Durden, decía aquello de que somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. Una frase repetida hasta la saciedad gracias a su adaptación al cine en 1999. Por aquel entonces, David Robert Mitchell tenía apenas 25 años y era un licenciado en producción audiovisual por la Universidad de Florida. Otro aspirante más a director en Ámerica, la cuna de los sueños. Otro quijote del séptimo arte dispuesto a darlo todo por hacerse un nombre bajo las soleadas colinas de Los Ángeles. Y es aquí donde empieza todo, en Hollywood.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Under The Silver Lake no es más que la sincera consecuencia de todo lo antes mencionado. Bajo el paragüas de A24, el cineasta de Michigan nos presenta al protagonista de la cinta, Sam (Andrew Garfield), un tipo cuyas únicas motivaciones en la vida son el sexo (bien sea a través del onanismo, del sexo o del placer culpable voyeur), la cultura pop en la que cabe absolutamente todo (desde los videojuegos retro hasta una fascinación por la figura de Kurt Cobein) y los cigarrillos.
A sus 33 años, esta especie de mesías de lo mainstream vaga a diario por una Los Angeles desproporcionada y poblada por personajes de lo más pintoresco como un rey vagabundo, el músico que compuso todos los éxitos pop de la música (crying on the inside cuando dice que él creó la melodía de Smells Like Teen Spirit al piano mientras se la chupaban y comía tortilla) o una especie de gato fantasma que asesina por las noches. En este mare magnum aparece Sarah, su nueva vecina. Pero al día siguiente, la chica desaparece sin dejar rastro, algo que Sam no puede concebir. No él. Él busca un propósito. Y ahora lo tiene.
A partir de ahí, la acción se precipita por los derroteros más clásicos del noir (inevitable aquí la analogía con Chinatown) para dar al traste con todos y cada uno de los principios que sustentan el género más prolífico y emblemático del Hollywood clásico. Pero esto no es un ejercicio de mera vacuidad cinéfila, no. Esto es cine con mayúsculas. Es por eso que desde el minuto uno se concede al espectador exactamente lo que pide, pero no en la forma en que lo pide: diversos y absurdos enigmas que deben ser descifrados por un personaje aun más absurdo si cabe. Porque esta película no es más que eso, un grotesco juego de espejos entre lo metarreferencial y lo tangible. Una broma de mal gusto.
Como si de un Valle-Inclán malevolo se tratase, Robert Mitchell fusila sin mediar palabra todas nuestras convicciones culturales, es decir, todo lo que somos: al final del camino de Sam, no hay nada. Solo unos multimillonarios dementes dispuestos a enterrarse vivos con tal de obtener una trascendencia que nunca que llegará. Pero la ruleta sigue girando, y la gente que sigue yendo a pedir su latte macchiato por la mañana mientras una chica borra una pintada sobre no sé que asesino de perros, y nuestra madre nos recomienda una película donde aparece no sé que actriz en TMC, y nuestros ligues nos llevan a ver pelis al aire libre en verano. Y al final del día divagamos con nuestro colega sobre el éxito y el fracaso. Pero aquí no importa que le pase a esta gente. Porque en esta historia no hay ni un solo personajes, todos esos caracteres que pululan por la pantalla son representaciones de algo. Y la nuestra por desgracia Sam.
En una sociedad fría y superficial como esta, Sam somos nosotros. Los hijos malditos de la historia que viven sin un propósito definido, sin más objetivo que sacar partido a los paraísos artificiales en los que vivimos. Porque ahí si que todos somos reyes, como el vagabundo. Pero este panorama desolador no mejora cuando nos damos cuenta de quién es en realidad Sarah. Ella vendría a ser todas las referencias culturales que he mencionado antes. Porque en una sociedad sin grandes narrativas ni discursos morales que den sentido a nuestra vida, más vale parecerte al actor de moda y buscar la fama a cualquier precio que no ser un paria sin amigos y aislado. Pero en estas, Mitchell de forma magnánima trata de redimir al espectador en la medida de lo posible y nos concede una vía de escape: esa construcción ilusoria, en la que teóricos como Andy Warhol hicieron de una simple lata de sopa un icono cultural, queda sellada bajo kilos de cemento. Y Sam, esto es, todos nosotros, vuelve a casa. Y sale al balcón. Y se fija en la vecina que nunca llevó sujetador. Y baja y se la folla. Y se fuma un cigarro, mientras contempla indiferente como ejecutan la orden de desahucio. Ahora el mundo parece un lugar más seguro.
A sus 33 años, esta especie de mesías de lo mainstream vaga a diario por una Los Angeles desproporcionada y poblada por personajes de lo más pintoresco como un rey vagabundo, el músico que compuso todos los éxitos pop de la música (crying on the inside cuando dice que él creó la melodía de Smells Like Teen Spirit al piano mientras se la chupaban y comía tortilla) o una especie de gato fantasma que asesina por las noches. En este mare magnum aparece Sarah, su nueva vecina. Pero al día siguiente, la chica desaparece sin dejar rastro, algo que Sam no puede concebir. No él. Él busca un propósito. Y ahora lo tiene.
A partir de ahí, la acción se precipita por los derroteros más clásicos del noir (inevitable aquí la analogía con Chinatown) para dar al traste con todos y cada uno de los principios que sustentan el género más prolífico y emblemático del Hollywood clásico. Pero esto no es un ejercicio de mera vacuidad cinéfila, no. Esto es cine con mayúsculas. Es por eso que desde el minuto uno se concede al espectador exactamente lo que pide, pero no en la forma en que lo pide: diversos y absurdos enigmas que deben ser descifrados por un personaje aun más absurdo si cabe. Porque esta película no es más que eso, un grotesco juego de espejos entre lo metarreferencial y lo tangible. Una broma de mal gusto.
Como si de un Valle-Inclán malevolo se tratase, Robert Mitchell fusila sin mediar palabra todas nuestras convicciones culturales, es decir, todo lo que somos: al final del camino de Sam, no hay nada. Solo unos multimillonarios dementes dispuestos a enterrarse vivos con tal de obtener una trascendencia que nunca que llegará. Pero la ruleta sigue girando, y la gente que sigue yendo a pedir su latte macchiato por la mañana mientras una chica borra una pintada sobre no sé que asesino de perros, y nuestra madre nos recomienda una película donde aparece no sé que actriz en TMC, y nuestros ligues nos llevan a ver pelis al aire libre en verano. Y al final del día divagamos con nuestro colega sobre el éxito y el fracaso. Pero aquí no importa que le pase a esta gente. Porque en esta historia no hay ni un solo personajes, todos esos caracteres que pululan por la pantalla son representaciones de algo. Y la nuestra por desgracia Sam.
En una sociedad fría y superficial como esta, Sam somos nosotros. Los hijos malditos de la historia que viven sin un propósito definido, sin más objetivo que sacar partido a los paraísos artificiales en los que vivimos. Porque ahí si que todos somos reyes, como el vagabundo. Pero este panorama desolador no mejora cuando nos damos cuenta de quién es en realidad Sarah. Ella vendría a ser todas las referencias culturales que he mencionado antes. Porque en una sociedad sin grandes narrativas ni discursos morales que den sentido a nuestra vida, más vale parecerte al actor de moda y buscar la fama a cualquier precio que no ser un paria sin amigos y aislado. Pero en estas, Mitchell de forma magnánima trata de redimir al espectador en la medida de lo posible y nos concede una vía de escape: esa construcción ilusoria, en la que teóricos como Andy Warhol hicieron de una simple lata de sopa un icono cultural, queda sellada bajo kilos de cemento. Y Sam, esto es, todos nosotros, vuelve a casa. Y sale al balcón. Y se fija en la vecina que nunca llevó sujetador. Y baja y se la folla. Y se fuma un cigarro, mientras contempla indiferente como ejecutan la orden de desahucio. Ahora el mundo parece un lugar más seguro.