Corría el año del setenta y siete cuando un comediante único en su especie era galardonado con los Oscars a la mejor dirección, mejor película y mejor guión original. La película se llamaba ‘Annie Hall’ y, pese a pertenecer también al género cómico, su calidad poco o nada tenía que ver con la de sus antecesoras. A mí, que me encanta fantasear con estas cosas, me resulta inevitable imaginarme a un Woody Allen henchido de orgullo, sabedor de que su momento había llegado. Era hora de pasar página, dejar atrás la comedia y embarcarse definitivamente hacia las tempestuosas aguas del melodrama picado por toda clase de inquietudes existenciales; era hora de seguir los pasos de su ídolo confeso, el irrepetible cineasta sueco Ingmar Bergman.

Pajas mentales a parte, el hecho es que, por una razón o por otra, en su octava película los registros cambian por completo. Técnicamente impecable como el resto, en esta ocasión el siempre desternillante Allen gasea con saña todas las estancias de las que se compone ‘Interiores’, con la idea fija de borrar en ellas todo atisbo de humor, su seña de identidad hasta entonces. El resultado no podía ser otro que el de una historia de caras largas, inmisericorde con el espectador. Agobiados todos, personajes y público asistente, con los complejos, inquinas y reproches vertidos en todas las direcciones posibles, uno no puede evitar echar en falta esos personajes absurdos que abundan en su filmografía, anterior y posterior, pero vestidos de muchos más matices que los que exhiben estos otros que Allen insiste en desnudarnos. En fin, que la pretendida nueva línea a seguir por el neoyorquino, sin ser ni mucho menos un fiasco, nos sirve a algunos más que nada para remarcar, por ausencia, los puntos fuertes que hacen único su cine.