Dadas las características de nuestras carteleras semanales, Un dios salvaje es un donut de chocolate en una dieta hipocalórica. Te permite reflexionar sobre la hipocresía social (es curioso que casi todos parece que la vemos como algo ajeno de lo que nunca participamos...), nos hace mirar con altanería a esa pedante de grandes principios morales, o identificarnos con la defensora de los derechos de los roedores... Reflexionamos sobre el apego desmesurado a las cosas (un móvil, unas revistas de arte, un bolso...), observamos a los papis malcriadores de niños... y todo lo que dice la crítica sobre las apariencias y los instintos naturales. Pero algo falla: no es aburrida, no hay malos actores, no es tan tópica como otras... es que es el escenario de una obra teatral, y sin embargo no estás en el teatro. La concentración del género dramático resulta algo incompatible con el cine, queda raro. No sólo por mantener un único espacio, sino también por la teatralidad de los personajes, que tienen que evolucionar tan rápidamente en un supuesto rato que dura la visita. Y para qué darle más vueltas: no es verosímil.