Ron Howard vuelve a demostrar que tiene un algo especial que le hace filmar películas únicas sin realmente aportar nada que no hubiéramos visto antes. Tiene el don para convertir una película "buena" en algo más, y lo ha hecho tantas veces que no puede ser un componente de fortuna.

Esta vez se embarca en un género donde siempre se le ve cómodo: el de aventuras. Howard nos trae uno de esos relatos de supervivencia extrema que tanto sufrimiento generan al espectador de turno. Una de esas batallas contra la naturaleza que si bien nunca sale del plano de la ficción acaba gozando de un realismo considerable. A pesar de que este desafío de la naturaleza está bien traído, eché en falta mayor presencia del cachalote que atormenta al barco ballenero. Una criatura que recuerda al mejor Tiburón de Spielberg y del que Ron Howard podría haber sacado mucho más.

Y es que la inmensidad que nos transmite la película es sobrecogedora. Más allá del tamaño del cetáceo y de los compañeros marinos que le acompañan en la película, Ron Howard se encarga de que veamos el mar como una masa infinita con planos amplísimos con el objetivo de que nos sintamos pequeñas pulgas ante una eternidad de peligros posibles. Desprotegidos y aterrados, el espectador consigue arañar esos niveles de épica que se le presuponen a una película de estas características.

Disfruté en su momento bastante de ella. Es el tipo de película que se me hace larga, pero su camuflada estructura por capítulos mediante el relato de Brendan Gleeson le otorga un ritmo mucho más dinámico. La realidad es que ahora, semanas tras su visionado, el poso que me dejó es mayor del que parecía en principio.