Lo mejor que nos ofrece este conjunto de secuencias sin demasiada apariencia lógica es su brillantísima capacidad para el desconcierto: al espectador nunca se le permite tener una buena capacidad para saber si debe sentir más lástima por el personaje o por la manera -tanto atmosférica como intencional- con que se construye su imagen fílmica.

Lo peor, sin duda recae también en ese mismo desconcierto cuando aparece puesto en favor de la seriedad, pues dentro de lo errático y desdibujado de todo el conjunto y sus posibles interpretaciones, no cesa de haber un matiz de romantización buscadamente peligrosa de esa misma ambientación mal construida; y no ya por la realidad retratada (a la que le falta interés y veracidad), sino una vez más por la imposibilidad forzada a tener compasión, miedo, empatía verdadera o lástima genuina.

Es, además, todavía mucho menos posible forzar el visionado en una dirección que permita creer que en los matices hay algo fuera de una figura dictatorial y unidimensional para explicarnos a ese mismo personaje.

No existe tan siquiera un ápiz de coherencia para comprender el vaciado absoluto de vulnerabilidad de toda la obra, y como segunda y última paradoja, tampoco se hace comprensible esta característica en ninguno de sus matices.

La construcción es de mala calidad, el relato prescindible, y lo único que se deja intuir de la dirección -y es esa la única personalidad que intenta con ánimo alguna expresión de laconismo- es que hipoteca en el personaje la fe para la invocación de una magia cinematográfica que nunca existió.

Querría serlo incluso desde la benevolencia, pero no es interesante.