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Voto de cassavetes:
6
5,5
4.914
Comedia. Romance. Drama
Un matrimonio estadounidense acude al Festival de cine de San Sebastián por trabajo de ella. El marido, Mort, sospecha que su mujer está teniendo un affaire con un joven y aclamado director de cine francés. Pero su preocupación disminuye cuando se encapricha de una atractiva médico española que le trata en una consulta. (FILMAFFINITY)
6 de octubre de 2020
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Rifkin’s Festival es un Woody Allen sin alardes, es un Woody Allen retroalimentando, es un Woody Allen dèja-vû, es un Woody Allen sin más. Esto último sirve lo mismo para sus defensores o los correspondientes haters (¿Boyero?). En mi caso, que no soy sospechoso de mi postura, como no sabía qué esperarme o cuando menos me esperaba algo así, me dispuse a esperar sentado en una sala cuasi desierta y con la mascarilla puesta.
Es un cine el reciente de Allen con sordina. No se le entiende en ocasiones lo que quiere expresar a pesar de que comprendamos sus palabras. A ratos, esas frases con las que clava la sinrazón del ser humano y su sinvivir eterno nos valen aunque sea de forma fugaz. Nos agarramos a ese clavo entonces para reencontrarnos por vez enésima a sus personajes reiteradamente repetitivos de la psique del director judío (otra vez ante el diván del psiquiatra, qué me pasa doctor) y para buscar algún clavo más que apuntale momentos críticos del guión de las trágicas comedias o cómicas tragedias que esta vez tienen de bonito fondo la Concha de San Sebastián.
En Rifkin's Festival el clavo llega aunque tarde.
Porque hay momentos críticos en este Rifkin's Festival. Qué tendrá rodar en España. Mediapro mediante.
Rifkin’s Festival comienza con Wallace Swan, el bueno de Wallace Swan a estas alturas de la vida, visitando a su analista de-mentes para contarle sus últimos fracasos amorosos en un comienzo que puede recordar (en el espíritu) al de Annie Hall (al romper la cuarta pared, nosotros seríamos los receptores de las neurosis en el caso de la película de 1977). A raíz de ahí, comienza el cuento, que a la manera rohmeriana desgrana los motivos que el corazón, que no entiende de razones, esgrime a la hora de querer bailar con la más guapa.
Y las razones que utiliza Woody Allen en Rifkin’s Festival como excusa para levantar una historia después de dos años de obligado y contractual silencio son puramente sentimentales: un paseo por los recuerdos que el cine en blanco y negro, con los maestros europeos más Kurosawa o Welles a la cabeza, desata en la cabeza de Wallace Swan cual obsesiones ocultas e inquietudes soterradas.
Allen se homenajea a sí mismo y no sólo a Fellini en un momento dado (son los recuerdos de una estrella). También a Buñuel y los espacios cerrados, Welles y complejos infantiles, Truffaut y los tríos amorosos, Godard y la iconoclastia narrativa. O Bergman y la introspección. ¡O Lelouch, oh là là!
Que canta un tanto la evidencia, el trazo grueso del homenaje, que cojea... el chico casi tiene ochenta y cinco años. No se camina de la misma forma a esa edad que a los treinta o los cuarenta, aunque en esencia realmente se siga siendo el mismo. Si ya esperamos todos en definitiva en qué momento del (reducido) metraje va a llegar la reflexión sobre vida, muerte y sus consecuentes vacíos. En Rifkin’s Festival aparece a medida que va adivinándose que llega el final y su amiga la moraleja. Que es aquel clavo que estábamos esperando. Aparece cuando Waltz, que lo hace como ese agua de mayo que levanta la película, remata de manera magistral (en esencia se sigue siendo el mismo, por mucho que exista la lejanía con los treinta o los cuarenta tacos) y nos regala unas sentencias de muerte de las que todos deberíamos tomar nota. Bendita la guadaña. Lástima que te deje con ganas de más película (¿descompensación?)
Y no falta algún mensajito de rondón (en un momento dado se llega escuchar un, como el que no quiere la cosa, “me too”).
Y sí, Christoph Waltz. Ya sé que no, pero aceptaría un plus de mi futuro confinamiento por que el alemán o austríaco fuera nominado al menos por esos escasos minutos de actuación a cuanto premio gordo se otorgara por el mundo.
Y ya que estamos de reconocimientos, Elena Anaya, la pobre, y menos bajo la dirección de Woody Allen, no es la peor actriz del mundo.
Es un cine el reciente de Allen con sordina. No se le entiende en ocasiones lo que quiere expresar a pesar de que comprendamos sus palabras. A ratos, esas frases con las que clava la sinrazón del ser humano y su sinvivir eterno nos valen aunque sea de forma fugaz. Nos agarramos a ese clavo entonces para reencontrarnos por vez enésima a sus personajes reiteradamente repetitivos de la psique del director judío (otra vez ante el diván del psiquiatra, qué me pasa doctor) y para buscar algún clavo más que apuntale momentos críticos del guión de las trágicas comedias o cómicas tragedias que esta vez tienen de bonito fondo la Concha de San Sebastián.
En Rifkin's Festival el clavo llega aunque tarde.
Porque hay momentos críticos en este Rifkin's Festival. Qué tendrá rodar en España. Mediapro mediante.
Rifkin’s Festival comienza con Wallace Swan, el bueno de Wallace Swan a estas alturas de la vida, visitando a su analista de-mentes para contarle sus últimos fracasos amorosos en un comienzo que puede recordar (en el espíritu) al de Annie Hall (al romper la cuarta pared, nosotros seríamos los receptores de las neurosis en el caso de la película de 1977). A raíz de ahí, comienza el cuento, que a la manera rohmeriana desgrana los motivos que el corazón, que no entiende de razones, esgrime a la hora de querer bailar con la más guapa.
Y las razones que utiliza Woody Allen en Rifkin’s Festival como excusa para levantar una historia después de dos años de obligado y contractual silencio son puramente sentimentales: un paseo por los recuerdos que el cine en blanco y negro, con los maestros europeos más Kurosawa o Welles a la cabeza, desata en la cabeza de Wallace Swan cual obsesiones ocultas e inquietudes soterradas.
Allen se homenajea a sí mismo y no sólo a Fellini en un momento dado (son los recuerdos de una estrella). También a Buñuel y los espacios cerrados, Welles y complejos infantiles, Truffaut y los tríos amorosos, Godard y la iconoclastia narrativa. O Bergman y la introspección. ¡O Lelouch, oh là là!
Que canta un tanto la evidencia, el trazo grueso del homenaje, que cojea... el chico casi tiene ochenta y cinco años. No se camina de la misma forma a esa edad que a los treinta o los cuarenta, aunque en esencia realmente se siga siendo el mismo. Si ya esperamos todos en definitiva en qué momento del (reducido) metraje va a llegar la reflexión sobre vida, muerte y sus consecuentes vacíos. En Rifkin’s Festival aparece a medida que va adivinándose que llega el final y su amiga la moraleja. Que es aquel clavo que estábamos esperando. Aparece cuando Waltz, que lo hace como ese agua de mayo que levanta la película, remata de manera magistral (en esencia se sigue siendo el mismo, por mucho que exista la lejanía con los treinta o los cuarenta tacos) y nos regala unas sentencias de muerte de las que todos deberíamos tomar nota. Bendita la guadaña. Lástima que te deje con ganas de más película (¿descompensación?)
Y no falta algún mensajito de rondón (en un momento dado se llega escuchar un, como el que no quiere la cosa, “me too”).
Y sí, Christoph Waltz. Ya sé que no, pero aceptaría un plus de mi futuro confinamiento por que el alemán o austríaco fuera nominado al menos por esos escasos minutos de actuación a cuanto premio gordo se otorgara por el mundo.
Y ya que estamos de reconocimientos, Elena Anaya, la pobre, y menos bajo la dirección de Woody Allen, no es la peor actriz del mundo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Spoiler: quizá habría podido ser un leit motiv de la película, más que el homenaje (que también) a las películas de su vida que rematan cada escena, la aparición a cuenta gotas pero a lo largo de cada una de las mini historias de ese Waltz definitorio y vestido de negro. Una especie de Pepito Grillo que asesorara en los asuntos amorosos al amigo Wallace Swan.
Y dejo para acabar esa gran frase: “cada vez que voy al médico, pienso en que me dirá que me queda un mes de vida. Y con la suerte que yo tengo, seguro que me muero en febrero”. Otra píldora que añadir al muestrario de frases geniales de la marca W.A. Como cuando Waltz dice a modo de despedida que todos tendríamos que hacernos una colonoscopia. Como dicen los americanos, just in case.
Y dejo para acabar esa gran frase: “cada vez que voy al médico, pienso en que me dirá que me queda un mes de vida. Y con la suerte que yo tengo, seguro que me muero en febrero”. Otra píldora que añadir al muestrario de frases geniales de la marca W.A. Como cuando Waltz dice a modo de despedida que todos tendríamos que hacernos una colonoscopia. Como dicen los americanos, just in case.