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Voto de Jordirozsa:
7
6,2
9.150
Terror
Una madre y sus dos hijas heredan una casa. Pero en su primera noche, aparecen unos asesinos y la madre se ve obligada a luchar para salvar a sus hijas.
18 de septiembre de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de seis años de la tibia recepción de «The Tall Man» (2012), Pascal Laugier irrumpió con una nueva cinta, esperada por todos aquellos que quedaron cautivados por su desafiante, morbosa y rupturista «Martyrs» (2008), etiquetada y puesta en la bandeja de lo que se llamó el Nuevo Extremismo Francés, corriente que parece generarse entre los cineastas galos a principios del siglo actual. El que «Ghostland» (2018), de factura canadiense en coproducción con el país de origen del realizador, ganase varios premios en la XXVa Edición del Festival de Gérardmer, ya puede ser indicador del mérito de esta pieza, aunque sepamos que no siempre los criterios y procesos de concesión de uno o varios palmarés sean estrictamente artísticos.
En este caso, el trofeo estaba más que merecidísimo, pues Laugier entrega otra pieza artesanal que sino iguala, supera a la que le valió el salto a la fama, aunque podamos pensar que la estela de ésta pudiera condicionar el alud de elogios y buenas críticas que se llevó «Ghostland».
Visto el fracaso en el intento de apertura al «target» estadounidense (vía Canadá), y del impío sacrilegio que supuso en 2015 el «remake» de «Martyrs» a manos de los parásitos sacrílegos hermanos Kevin y Michael Goetz, Laugier encontró finalmente la fórmula para desquitarse y meterle un «zasca» al público norteamericano, con una cinta que recaudó más de cinco millones de dólares en las taquillas de todo el mundo (éxito comercial), y con la que atrapó en sus redes a las audiencias yanquis, como se hace con perros y gatos para meterles una pastilla: metiéndoles su ideario, su línea de estilo y pensamiento, su arte y su «faire» en un envoltorio de clichés y recetas, muy trillados y manidos en el registro hollywoodiense, pero con la esencia de lo que realmente el director galo pretendía transmitir, comunicar.
El trabajo de Laugier está insipirado («bebe», diríamos más coloquialmente), en la obra de Georges Bataille (1897-1962), concretamente en su libro de madurez «Les Larmes d’Eros». De este autor del materialismo ateo francés del primer tercio del s.XX, que se posicionó en esta línea de pensamiento planteando propuestas más radicales (el llamado «materialismo base»), podemos ver reflejos, tanto en «Martyrs» como en «Ghostland», de ideas como la de «experiencia límite», muy relacionada con los instintos, pasiones y otras experiencias humanas, hasta las relacionadas con la naturaleza de sus acciones violentas.
Sobre esta premisa podemos sentenciar sin lugar a dudas que, lejos de lo que pueda parecer, cualquier pretendido homenaje a H.P. Lovecraft que se le atribuya a Laugier, nada más lejos en la intención narrativa del realizador, por muy cachondos que se pusieran los amantes de lo «lovecraftiano», en ser este autor norteamericano el ídolo referencial de una de las protagonistas, Beth (Crystal Reed/Emilia Jones), que aspira a ser una renonbrada escritora; o camear el personaje del escritor en una de las escenas oníricas del film.
Lo que hace Laugier en «Ghostland», en un denostado ejercicio de cierta ironía o pitorreo, es utilizar todo lo que representa el lenguaje de lo gótico y las viejas fórmulas, en su propia factura técnica y guion, para simbolizar o figurar todo el mundo de lo viejo, los trastos y objetos inservibles y apolillados (de lo que está lleno la casa nueva a la que se mudan las tres protagonistas de la película; Pauline, y sus dos hijas, Beth y Vera), a lo que las personas se pueden retrotraer o refugiar para no afrontar los traumas del presente.
En el prólogo, que parece ambientado en los años 80 (época en la que Laugier suele ubicar la acción de sus historias) una familia se muda a un nuevo hogar. Un «set» que en su caracterización (una casa rural, situada en medio de la nada, con un interior siniestro y agobiante, repleto de sobrecargantes y antiguos objetos, de dudosa validez funcional para la vida de los recién llegados) podría bien representar la realidad interna de una o varias personas que tienen que hacer un proceso de “limpieza” y orden de un nuevo espacio o situación. Un espacio en el que irrumpen violentamente unos intrusos de la forma más inesperada y brutal, sembrando el caos, el pánico, y poniendo a prueba a las tres protagonistas, en el intento desesperado para sobrevivir al envite.
Nada más empezar, se desata la furia de los invasores de lo más íntimo y privado. Generándose así el primer asalto de extrema incomodidad y tensión en un espectador, que rápidamente se identifica con las personas violentadas. El ogro (Rob Archer) y la bruja (Kevin Power), que apenas les habían adelantado en la carretera a bordo de una furgoneta de venta ambulante de golosinas, aparecen en escena atacando de una forma salvaje y bestial, con lo que más empezar tenemos unas altísimas cotas de violencia, que no se manifiesta con desparrames de sesos ni intestinos, sino en el prolijo aluvión de golpes, empujones, puñetazos… y de hecho así será en el resto del metraje: las escenas de máxima acometividad no se caracterizarán por los litros de hemoglobina vertidos, sino en la crueldad y la saña que los verdugos maleantes infligirán a sus víctimas. A ello contribuirán los abruptos, y por momentos confusos movimientos de las cámaras de Danny Nowak. Quien además tiene el mérito de saber utilizar texturas y tonalidades (hasta llegar a los colores sepia con los que evocar varios clásicos, con aire nostálgico) parejas a productos «slasher» ambientados en la Norteamérica rural profunda (como la saga de «La Matanza de Texas», 1974).
Lo propio consigue la banda sonora original, compuesta por Georges Boukoff, Anthony d’Amario y Ed Rig. Sin introducir efectos para inducir sobresaltos ni sustos baratos, utiliza un lenguaje musical descriptivo acorde a las escenas, dotándolas del adecuado trasfondo dramático, y potenciando el carácter propio de cada una de ellas.
En este caso, el trofeo estaba más que merecidísimo, pues Laugier entrega otra pieza artesanal que sino iguala, supera a la que le valió el salto a la fama, aunque podamos pensar que la estela de ésta pudiera condicionar el alud de elogios y buenas críticas que se llevó «Ghostland».
Visto el fracaso en el intento de apertura al «target» estadounidense (vía Canadá), y del impío sacrilegio que supuso en 2015 el «remake» de «Martyrs» a manos de los parásitos sacrílegos hermanos Kevin y Michael Goetz, Laugier encontró finalmente la fórmula para desquitarse y meterle un «zasca» al público norteamericano, con una cinta que recaudó más de cinco millones de dólares en las taquillas de todo el mundo (éxito comercial), y con la que atrapó en sus redes a las audiencias yanquis, como se hace con perros y gatos para meterles una pastilla: metiéndoles su ideario, su línea de estilo y pensamiento, su arte y su «faire» en un envoltorio de clichés y recetas, muy trillados y manidos en el registro hollywoodiense, pero con la esencia de lo que realmente el director galo pretendía transmitir, comunicar.
El trabajo de Laugier está insipirado («bebe», diríamos más coloquialmente), en la obra de Georges Bataille (1897-1962), concretamente en su libro de madurez «Les Larmes d’Eros». De este autor del materialismo ateo francés del primer tercio del s.XX, que se posicionó en esta línea de pensamiento planteando propuestas más radicales (el llamado «materialismo base»), podemos ver reflejos, tanto en «Martyrs» como en «Ghostland», de ideas como la de «experiencia límite», muy relacionada con los instintos, pasiones y otras experiencias humanas, hasta las relacionadas con la naturaleza de sus acciones violentas.
Sobre esta premisa podemos sentenciar sin lugar a dudas que, lejos de lo que pueda parecer, cualquier pretendido homenaje a H.P. Lovecraft que se le atribuya a Laugier, nada más lejos en la intención narrativa del realizador, por muy cachondos que se pusieran los amantes de lo «lovecraftiano», en ser este autor norteamericano el ídolo referencial de una de las protagonistas, Beth (Crystal Reed/Emilia Jones), que aspira a ser una renonbrada escritora; o camear el personaje del escritor en una de las escenas oníricas del film.
Lo que hace Laugier en «Ghostland», en un denostado ejercicio de cierta ironía o pitorreo, es utilizar todo lo que representa el lenguaje de lo gótico y las viejas fórmulas, en su propia factura técnica y guion, para simbolizar o figurar todo el mundo de lo viejo, los trastos y objetos inservibles y apolillados (de lo que está lleno la casa nueva a la que se mudan las tres protagonistas de la película; Pauline, y sus dos hijas, Beth y Vera), a lo que las personas se pueden retrotraer o refugiar para no afrontar los traumas del presente.
En el prólogo, que parece ambientado en los años 80 (época en la que Laugier suele ubicar la acción de sus historias) una familia se muda a un nuevo hogar. Un «set» que en su caracterización (una casa rural, situada en medio de la nada, con un interior siniestro y agobiante, repleto de sobrecargantes y antiguos objetos, de dudosa validez funcional para la vida de los recién llegados) podría bien representar la realidad interna de una o varias personas que tienen que hacer un proceso de “limpieza” y orden de un nuevo espacio o situación. Un espacio en el que irrumpen violentamente unos intrusos de la forma más inesperada y brutal, sembrando el caos, el pánico, y poniendo a prueba a las tres protagonistas, en el intento desesperado para sobrevivir al envite.
Nada más empezar, se desata la furia de los invasores de lo más íntimo y privado. Generándose así el primer asalto de extrema incomodidad y tensión en un espectador, que rápidamente se identifica con las personas violentadas. El ogro (Rob Archer) y la bruja (Kevin Power), que apenas les habían adelantado en la carretera a bordo de una furgoneta de venta ambulante de golosinas, aparecen en escena atacando de una forma salvaje y bestial, con lo que más empezar tenemos unas altísimas cotas de violencia, que no se manifiesta con desparrames de sesos ni intestinos, sino en el prolijo aluvión de golpes, empujones, puñetazos… y de hecho así será en el resto del metraje: las escenas de máxima acometividad no se caracterizarán por los litros de hemoglobina vertidos, sino en la crueldad y la saña que los verdugos maleantes infligirán a sus víctimas. A ello contribuirán los abruptos, y por momentos confusos movimientos de las cámaras de Danny Nowak. Quien además tiene el mérito de saber utilizar texturas y tonalidades (hasta llegar a los colores sepia con los que evocar varios clásicos, con aire nostálgico) parejas a productos «slasher» ambientados en la Norteamérica rural profunda (como la saga de «La Matanza de Texas», 1974).
Lo propio consigue la banda sonora original, compuesta por Georges Boukoff, Anthony d’Amario y Ed Rig. Sin introducir efectos para inducir sobresaltos ni sustos baratos, utiliza un lenguaje musical descriptivo acorde a las escenas, dotándolas del adecuado trasfondo dramático, y potenciando el carácter propio de cada una de ellas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Todo el resto del aparato técnico se pone al servicio de conferir a la casa un ambiente laberíntico, oscuro, aliado del sinfín de torturas y vejaciones a las que son sometidas las presas de los dos arquetípicos malos (sacados se podría decir que de un cuento tradicional, popular, como «Hänsel & Gretel», por su carácter extremadamente malvado, que hasta se cuida de reflejar en su apariencia, porte, vestuario y maquillaje. No únicamente por su extrema crueldad); y, en el entorno circundante, un aire desolado, vacuo… propio de un espacio que anula cualquier posibilidad de escapatoria.
Sin embargo, toda esta maquinaria rezuma, en claro contraste, brillantes momentos y espacios de paz y cierto sosiego, básicamente en el acto central, en la parte en la que vemos que una Beth adulta ha superado el episodio del ataque, habiéndose convertido en una exitosa escritora de novelas de terror, que vive en remanso de felicidad con su esposo y su hijo, lejos de los traumas del pasado. Hasta que recibe una llamada de socorro de su hermana, que le pide regrese a su hogar, pues aparentemente no ha se ha sobrepuesto a los acontecimientos de la aciaga primera noche.
Es entonces cuando ya se nos pone la mosca en la oreja, aunque sin terminar de adivinar el sorprendente y famoso giro que, en boca de todos, es el hito estrella de la cinta. Nos parecerá encontramos en una historia de casas encantadas. Pero ahí hay cosas que fallan: el que Vera permanezca en un sótano sin querer salir; el que la madre (excelentemente interpretada por la cantante Mylène Farmer, que recién había participado en un vídeo musical dirigido por el propio Laugier) se comporte de un modo extraño, sin haber envejecido siquiera… todo ello nos debe preparar para el que será el gran «salto cuántico» al tercer y último cuadro de la tragedia: el despertar de Beth a la auténtica realidad que, consciente o inconscientemente, ha negado durante mucho tiempo, creando una fantasía en la que se refugiarse, incapaz de asimilar el despiadado cautiverio junto a su sufrida hermana.
Todo se desmorona: la huida a su mundo de ensueños se desvanece, y no le toca otra que mirar de frente y poner todas sus energías en luchar para vivir. No ha servido para nada el fútil escondrijo. Y, por si fuera poco, resueltas ambas a escaparse de sus captores, a punto de ser rescatadas, ven frustradas sus esperanzas al verse perseguidas y alcanzadas de nuevo por ellos. Con ello, el «script» nos reserva una truculenta coda o epílogo en el que la intensidad de la feroz crueldad a la que son subyugadas otra vez, augmenta exponencialmente hasta tal punto en el que ellas mismas tendrán que hacer acopio de esta misma fuerza vandálica para no perecer (incluso liándose a mordiscos), en una exhibición descarnada de atrocidades que terminan con los disparos redentores del agente de policía.
Laugier monta una estructura argumental muy bien diseñada, cose el guion con gran eficiencia, y pone los elementos estéticos adecuados (sabiendo lo que hace), para pintar un lienzo en el que algunos componentes, como el perfil de los personajes, están dibujados con traza un tanto gruesa, sin demasiada profundidad ni definición. Lo cual nos deja una perspectiva un tanto maniquea de los mismos. Sacrifica su complejidad y sustrato, para dejar al descubierto la crudeza de los instintos más elementales que pueden guiar la conducta humana en tales situaciones extremas: la evasión a una ficción proyectiva, falsamente protectora y proveedora de seguridad; la rendición y el sometimiento a lo inevitable (concepto más patente en «Martyrs», y mejor asociado al término); o, para hallar la auténtica salvación, plantar cara y luchar en el «aquí y ahora», en la realidad objetiva y tangible, de la que, de otro modo, no se puede uno nunca zafar, si no se quiere ser como una más de esas pobres muñecas de porcelana, enjauladas o en un estante a la espera y merced de todos los ogros y brujas que nos acechen en la vida.
Sin embargo, toda esta maquinaria rezuma, en claro contraste, brillantes momentos y espacios de paz y cierto sosiego, básicamente en el acto central, en la parte en la que vemos que una Beth adulta ha superado el episodio del ataque, habiéndose convertido en una exitosa escritora de novelas de terror, que vive en remanso de felicidad con su esposo y su hijo, lejos de los traumas del pasado. Hasta que recibe una llamada de socorro de su hermana, que le pide regrese a su hogar, pues aparentemente no ha se ha sobrepuesto a los acontecimientos de la aciaga primera noche.
Es entonces cuando ya se nos pone la mosca en la oreja, aunque sin terminar de adivinar el sorprendente y famoso giro que, en boca de todos, es el hito estrella de la cinta. Nos parecerá encontramos en una historia de casas encantadas. Pero ahí hay cosas que fallan: el que Vera permanezca en un sótano sin querer salir; el que la madre (excelentemente interpretada por la cantante Mylène Farmer, que recién había participado en un vídeo musical dirigido por el propio Laugier) se comporte de un modo extraño, sin haber envejecido siquiera… todo ello nos debe preparar para el que será el gran «salto cuántico» al tercer y último cuadro de la tragedia: el despertar de Beth a la auténtica realidad que, consciente o inconscientemente, ha negado durante mucho tiempo, creando una fantasía en la que se refugiarse, incapaz de asimilar el despiadado cautiverio junto a su sufrida hermana.
Todo se desmorona: la huida a su mundo de ensueños se desvanece, y no le toca otra que mirar de frente y poner todas sus energías en luchar para vivir. No ha servido para nada el fútil escondrijo. Y, por si fuera poco, resueltas ambas a escaparse de sus captores, a punto de ser rescatadas, ven frustradas sus esperanzas al verse perseguidas y alcanzadas de nuevo por ellos. Con ello, el «script» nos reserva una truculenta coda o epílogo en el que la intensidad de la feroz crueldad a la que son subyugadas otra vez, augmenta exponencialmente hasta tal punto en el que ellas mismas tendrán que hacer acopio de esta misma fuerza vandálica para no perecer (incluso liándose a mordiscos), en una exhibición descarnada de atrocidades que terminan con los disparos redentores del agente de policía.
Laugier monta una estructura argumental muy bien diseñada, cose el guion con gran eficiencia, y pone los elementos estéticos adecuados (sabiendo lo que hace), para pintar un lienzo en el que algunos componentes, como el perfil de los personajes, están dibujados con traza un tanto gruesa, sin demasiada profundidad ni definición. Lo cual nos deja una perspectiva un tanto maniquea de los mismos. Sacrifica su complejidad y sustrato, para dejar al descubierto la crudeza de los instintos más elementales que pueden guiar la conducta humana en tales situaciones extremas: la evasión a una ficción proyectiva, falsamente protectora y proveedora de seguridad; la rendición y el sometimiento a lo inevitable (concepto más patente en «Martyrs», y mejor asociado al término); o, para hallar la auténtica salvación, plantar cara y luchar en el «aquí y ahora», en la realidad objetiva y tangible, de la que, de otro modo, no se puede uno nunca zafar, si no se quiere ser como una más de esas pobres muñecas de porcelana, enjauladas o en un estante a la espera y merced de todos los ogros y brujas que nos acechen en la vida.