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Voto de Jordirozsa:
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Terror. Intriga
Un arqueólogo y su ayudante, una bella joven, encuentran después de una intensa búsqueda, la tumba de la faraona Kara. Cuando la abren, la esposa del arqueólogo, que siente celos de la ayudante de su marido y se encuentra embarazada, da a luz prematuramente una niña, por lo que se teme que la maldición de la faraona caiga sobre la recién nacida. (FILMAFFINITY)
25 de mayo de 2023
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre ha sido una bendición poder disfrutar de la actuación de Charlton Heston (1923-2008), aunque se trate de «films» que forman parte del tramo crepuscular de su dilatada carrera, especialmente de la única cinta de terror que protagoniza, si exceptuamos su aparición, aunque como actor de reparto, en «In the Mouth of Madness» (1994), de John Carpenter.
El cine de terror se abría paso a nuevos planteamientos, narrativas y formas expresivas que iban más allá de un foso común de subproductos y formatos encorsetados en pautas muy definidas y repetitivas. El director británico Mike Newell, reflejándose en nada más ni menos que en dos recientes monstruos que clavaron bandera en el género («The Exorcist», 1973; y «The Omen», 1976), sin olvidarnos de la sesentera «Rosemary’s Baby» (1968), de Roman Polansky, se debate entre apuntarse a un nuevo carácter del horror, y hacer la despedida al «faire» de los 70 y las décadas anteriores, resistiéndose a abandonar viejos cánones (sin ir más lejos los de sus propias predecesoras sobre momias, interpretadas por Boris Karloff o Christopher Lee) establecidos por referentes como la Hammer.
El novato cineasta, director en 1977 de «La Máscara de Hierro», no había llegado a la madurez necesaria para asemejar su proyecto a las icónicas anteriormente mencionadas, y se nota el fiasco narrativo. Lo que se paga por la tamaña osadía y «babélica» pretensión de superar el listón de dos titanes contemporáneos del terror, es sin lugar a duda el desperdicio de los esfuerzos de actores como la copa de un pino; a Heston hay que sumarle la presencia de Susannah York, Jill Towsend y Stephanie Zimbalist, el trio estelar de féminas que, por otro lado, de haber tenido un rol y presencia más relevantes concedidos por el guion, habrían aportado un mayor grado de dimensionalidad a la trama. Ésta, con más vaivenes que un acordeón, mantiene el pulso contra el fastidio que en el acto central deshincha toda la afanosamente cimentada tensión en la primera parte, que se presenta a modo de introducción a la consecución o desarrollo lineal, por otro lado tremendamente plano y manido, de un argumento harto simple y extremadamente tópico.
Pero allí donde no llega la inexperiencia de Newell, ni el ingenio de Allan Scott y Chris Bryant en su tarea de teclear el «script» a cuatro manos, un Charlton Heston (el profesor Matthew Corbeck) todavía en forma, sólo con su presencia dignifica una producción que tiene su encanto, aunque su intento de atrapar al espectador sea a base de refreír un terror psicológico, repleto de pueriles y descarados guiños a los precedentes trabajos de William Friedkin y Richard Dooner. Por tristemente mal aprovechada que sea una idea basada en la novela de Bram Stoker, «The Jewel of Seven Stars», de 1907, se consigue montar un producto de una apreciable calidad, con todos sus gazapos y carencias.
En plena época en la que los mal llamados “imperios europeos” se dedicaron a expoliar no sólo recursos naturales, sino también patrimonio cultural de los lugares donde se instalaron en calidad de colonias o protectorados, surgió la ávida afición por las historias que combinaban el exotismo, lo gótico y el misterio alrededor de los aventureros que iban en busca de lograr el descubrimiento de las tumbas de faraones del antiguo Egipto. Y en más de algún caso, como el de Howard Carter, quién halló el lugar de reposo del legendario Tutankamón, rodeado de esotéricas leyendas y misteriosas muertes que se sucedieron al hallazgo, la obra de Stoker no fue más que una premonición, al tiempo que fuente de inspiración para infinidad de relatos y películas que abarcan un amplio abanico, desde el cine de aventuras, el misterio y (no haría falta repetirlo) el cine de terror. Así, se me ocurre mencionar cintas como «The Valley of the Kings», 1954, dirigida por Robert Pirosh e interpretada por Robert Taylor y Eleanor Parker; la televisiva, y también británica y coetánea de la que nos ocupa, «The Curse of King Tut’s Tomb», de Philip Leacock; hasta llegar a la conocida saga aventuresca y de lenguaje videográfico de «The Mummy» (1999 – 2008), con Brendan Fraser. Sin embargo, la más reciente «The Mummy» (2017), dirigida por Alex Kurtzman y protagonizada por Tom Cruise y Russell Crowe, es la que más se asemeja en fondo a «The Awakening», teniendo muchos números para figurar como un «remake», aunque salvando las oportunas distancias.
El trabajo del director de fotografía, que se prodiga en espléndidas panorámicas y bellos juegos de iluminación en los desérticos paisajes (fue la primera película rodada en suelo egipcio), queda eclipsado en los claustrofóbicos entornos interiores a los que se reduce el «set» durante el segundo y tercer actos. Pero Cardiff logra conjurar los elementos necesarios para un digno entorno a la tragedia final. En donde asistiremos a la (aunque anticlimática, no desprovista de tensión, misterio y encanto), inusual conclusión. A diferencia de los consabidos, maniqueos y cantados planteamientos de la anterior generación del horror, presenta, al igual que otras propuestas del tiempo, una nueva e inusual propuesta; desconcertante, aunque quizás previsible para algunos espectadores. Pero con la que el realizador descubre que tal bajada de telón puede ser precisamente una de las principales claves para la infusión de espanto en el público. Obviamente, ya conocido en nuestras alturas de la liga, pero relativamente novedoso para entonces (y si no, recuerden la sobrecogedora mirada de Damien al final de «The Omen», o el espectacular salto por la ventana del Padre Damian Karras en «The Exorcist»). Un tipo de resolución, que en el caso de «The Awakening» está explicado, montado y finiquitado de forma chapucera, pero que el cinematógrafo de Newell logra enmascarar con los encuadres y unos penumbrosos tonos cromáticos: elegantes claroscuros que no llegan a esa negrura que, en muchas películas de nuestros días no dejarían distinguir lo que pasa en la pantalla ni a un gato.
El cine de terror se abría paso a nuevos planteamientos, narrativas y formas expresivas que iban más allá de un foso común de subproductos y formatos encorsetados en pautas muy definidas y repetitivas. El director británico Mike Newell, reflejándose en nada más ni menos que en dos recientes monstruos que clavaron bandera en el género («The Exorcist», 1973; y «The Omen», 1976), sin olvidarnos de la sesentera «Rosemary’s Baby» (1968), de Roman Polansky, se debate entre apuntarse a un nuevo carácter del horror, y hacer la despedida al «faire» de los 70 y las décadas anteriores, resistiéndose a abandonar viejos cánones (sin ir más lejos los de sus propias predecesoras sobre momias, interpretadas por Boris Karloff o Christopher Lee) establecidos por referentes como la Hammer.
El novato cineasta, director en 1977 de «La Máscara de Hierro», no había llegado a la madurez necesaria para asemejar su proyecto a las icónicas anteriormente mencionadas, y se nota el fiasco narrativo. Lo que se paga por la tamaña osadía y «babélica» pretensión de superar el listón de dos titanes contemporáneos del terror, es sin lugar a duda el desperdicio de los esfuerzos de actores como la copa de un pino; a Heston hay que sumarle la presencia de Susannah York, Jill Towsend y Stephanie Zimbalist, el trio estelar de féminas que, por otro lado, de haber tenido un rol y presencia más relevantes concedidos por el guion, habrían aportado un mayor grado de dimensionalidad a la trama. Ésta, con más vaivenes que un acordeón, mantiene el pulso contra el fastidio que en el acto central deshincha toda la afanosamente cimentada tensión en la primera parte, que se presenta a modo de introducción a la consecución o desarrollo lineal, por otro lado tremendamente plano y manido, de un argumento harto simple y extremadamente tópico.
Pero allí donde no llega la inexperiencia de Newell, ni el ingenio de Allan Scott y Chris Bryant en su tarea de teclear el «script» a cuatro manos, un Charlton Heston (el profesor Matthew Corbeck) todavía en forma, sólo con su presencia dignifica una producción que tiene su encanto, aunque su intento de atrapar al espectador sea a base de refreír un terror psicológico, repleto de pueriles y descarados guiños a los precedentes trabajos de William Friedkin y Richard Dooner. Por tristemente mal aprovechada que sea una idea basada en la novela de Bram Stoker, «The Jewel of Seven Stars», de 1907, se consigue montar un producto de una apreciable calidad, con todos sus gazapos y carencias.
En plena época en la que los mal llamados “imperios europeos” se dedicaron a expoliar no sólo recursos naturales, sino también patrimonio cultural de los lugares donde se instalaron en calidad de colonias o protectorados, surgió la ávida afición por las historias que combinaban el exotismo, lo gótico y el misterio alrededor de los aventureros que iban en busca de lograr el descubrimiento de las tumbas de faraones del antiguo Egipto. Y en más de algún caso, como el de Howard Carter, quién halló el lugar de reposo del legendario Tutankamón, rodeado de esotéricas leyendas y misteriosas muertes que se sucedieron al hallazgo, la obra de Stoker no fue más que una premonición, al tiempo que fuente de inspiración para infinidad de relatos y películas que abarcan un amplio abanico, desde el cine de aventuras, el misterio y (no haría falta repetirlo) el cine de terror. Así, se me ocurre mencionar cintas como «The Valley of the Kings», 1954, dirigida por Robert Pirosh e interpretada por Robert Taylor y Eleanor Parker; la televisiva, y también británica y coetánea de la que nos ocupa, «The Curse of King Tut’s Tomb», de Philip Leacock; hasta llegar a la conocida saga aventuresca y de lenguaje videográfico de «The Mummy» (1999 – 2008), con Brendan Fraser. Sin embargo, la más reciente «The Mummy» (2017), dirigida por Alex Kurtzman y protagonizada por Tom Cruise y Russell Crowe, es la que más se asemeja en fondo a «The Awakening», teniendo muchos números para figurar como un «remake», aunque salvando las oportunas distancias.
El trabajo del director de fotografía, que se prodiga en espléndidas panorámicas y bellos juegos de iluminación en los desérticos paisajes (fue la primera película rodada en suelo egipcio), queda eclipsado en los claustrofóbicos entornos interiores a los que se reduce el «set» durante el segundo y tercer actos. Pero Cardiff logra conjurar los elementos necesarios para un digno entorno a la tragedia final. En donde asistiremos a la (aunque anticlimática, no desprovista de tensión, misterio y encanto), inusual conclusión. A diferencia de los consabidos, maniqueos y cantados planteamientos de la anterior generación del horror, presenta, al igual que otras propuestas del tiempo, una nueva e inusual propuesta; desconcertante, aunque quizás previsible para algunos espectadores. Pero con la que el realizador descubre que tal bajada de telón puede ser precisamente una de las principales claves para la infusión de espanto en el público. Obviamente, ya conocido en nuestras alturas de la liga, pero relativamente novedoso para entonces (y si no, recuerden la sobrecogedora mirada de Damien al final de «The Omen», o el espectacular salto por la ventana del Padre Damian Karras en «The Exorcist»). Un tipo de resolución, que en el caso de «The Awakening» está explicado, montado y finiquitado de forma chapucera, pero que el cinematógrafo de Newell logra enmascarar con los encuadres y unos penumbrosos tonos cromáticos: elegantes claroscuros que no llegan a esa negrura que, en muchas películas de nuestros días no dejarían distinguir lo que pasa en la pantalla ni a un gato.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
La otra columna sobre la que se sustenta el frágil equilibrio que edifica Newell, es la banda sonora de Claude Bolling. Un afortunado descubrimiento que hice con el visionado de la película, y posterior audición del álbum de la partitura, de la que he gozado como las que más. Especiada del inconfundible carácter expansivo de los temas dramáticos de la «full orchestra», en la que destacan estos largos «detaché» con el arco de las cuerdas, la música sinfónica de Bolling se apoya en tres pilares: los motivos líricos, que sostienen las partes más dramáticas del filme, los ramalazos tonales de segunda aumentada que nos traen, inconfundibles, a ese milenario Oriente Medio de las antiguas civilizaciones, y los temas más audaces y atonales con determinadas secciones de la orquesta, con los que describe (con muchísima más eficiencia que la narrativa de los diálogos) el panorama al que se enfrentan los protagonistas.
Entre esos dos resortes, tenemos a un Heston que logra hacer malabares, como en la cuádriga que conduce en «Ben-Hur» (1959), para crear un personaje sin demasiado esfuerzo, con el que rápidamente empatizamos, quedando inmersos enseguida en los rasgos de su personalidad, sus pasiones y… sobre todo, la soledad en la que rápidamente se halla perdido, por escoger su obsesión arqueológica por encima del amor a su embarazada esposa (Jill Townsend), a la que aparentemente sustituirá para aportar felicidad, la ayudante profesional de Corbeck (Susannah York), pero cuyo rol está predestinado a ser una más de esas víctimas que, una tras otra, irán cayendo como moscas en aras de la maldición de la princesa a la que resucitarán con el descubrimiento de su tumba, y exhumación de la momia.
Si exceptuamos a Stephanie Zimbalist (Margaret Corbeck, la hija del profesor), que poco a poco va arrebatando el protagonismo a las otras dos actrices, para la sorpresa del giro final, la labor tanto de Townsend como de York queda ahogada. A pesar de una caracterización que deriva hacia el culmen de la historia en algo que roza lo estrambótico (por no decir ridículo), Zimbalist logra posicionarse en el centro de la cámara, sin que el personaje de su padre le haga sombra. Para colmo, a Lionel Couch y Salah Marel, directores de arte, por la mano del peluquero, Jan Dorman, no se les ocurre otra cosa que ponerle al personaje de Matthew Corbeck, para figurar el paso de los años, una canosa y pelambrosa peluca, y una no menos cochambrosa barba postiza. Un anacrónico y desfasado método de envejecer al personal, con el que evocamos al Heston de «El Cid» (1961), o al General Gordon que el mismo actor interpretó en Khartoum (1966).
El resultado habría sido catastrófico, si no fuera por los puntos fuertes ya explicados, además de la interesante introducción del tema de la maternidad, el nacimiento de Margaret, y el simbolismo de su evolución psicosexual, que vemos también bajo el toldo de la teoría freudiana, que explicaría los trazos insinuantes, y descarados en la fase final, de los deseos incestuosos en la relación paterno-filial, además sobre el doble fondo de la historia de la princesa Kara (que fue obligada a casarse, y, por lo tanto, a mantener relaciones sexuales con su padre), que forman parte de la sintomatología de la, primero larvada y después manifiesta, toma de posesión del espíritu de la siniestra y vengativa princesa, del cuerpo de Margaret. Lo más fascinante del último revuelco de tornas, un auténtico simbolismo del “despertar” de la rebeldía de una mujer que ansía hacerse con el poder masculino que la estuvo oprimiendo y maltratando en otra vida… extrapolando un poco la alegoría, durante muchos siglos, en el seno de incontables sociedades y civilizaciones. Al lado de la de Stoker, y durante la misma generación, muy oportuna, también, la premonición de Carl Gustav Jung (1875-1961) con su elaborada tesis del «complejo de Electra», importada del psicoanálisis freudiano.
Entre esos dos resortes, tenemos a un Heston que logra hacer malabares, como en la cuádriga que conduce en «Ben-Hur» (1959), para crear un personaje sin demasiado esfuerzo, con el que rápidamente empatizamos, quedando inmersos enseguida en los rasgos de su personalidad, sus pasiones y… sobre todo, la soledad en la que rápidamente se halla perdido, por escoger su obsesión arqueológica por encima del amor a su embarazada esposa (Jill Townsend), a la que aparentemente sustituirá para aportar felicidad, la ayudante profesional de Corbeck (Susannah York), pero cuyo rol está predestinado a ser una más de esas víctimas que, una tras otra, irán cayendo como moscas en aras de la maldición de la princesa a la que resucitarán con el descubrimiento de su tumba, y exhumación de la momia.
Si exceptuamos a Stephanie Zimbalist (Margaret Corbeck, la hija del profesor), que poco a poco va arrebatando el protagonismo a las otras dos actrices, para la sorpresa del giro final, la labor tanto de Townsend como de York queda ahogada. A pesar de una caracterización que deriva hacia el culmen de la historia en algo que roza lo estrambótico (por no decir ridículo), Zimbalist logra posicionarse en el centro de la cámara, sin que el personaje de su padre le haga sombra. Para colmo, a Lionel Couch y Salah Marel, directores de arte, por la mano del peluquero, Jan Dorman, no se les ocurre otra cosa que ponerle al personaje de Matthew Corbeck, para figurar el paso de los años, una canosa y pelambrosa peluca, y una no menos cochambrosa barba postiza. Un anacrónico y desfasado método de envejecer al personal, con el que evocamos al Heston de «El Cid» (1961), o al General Gordon que el mismo actor interpretó en Khartoum (1966).
El resultado habría sido catastrófico, si no fuera por los puntos fuertes ya explicados, además de la interesante introducción del tema de la maternidad, el nacimiento de Margaret, y el simbolismo de su evolución psicosexual, que vemos también bajo el toldo de la teoría freudiana, que explicaría los trazos insinuantes, y descarados en la fase final, de los deseos incestuosos en la relación paterno-filial, además sobre el doble fondo de la historia de la princesa Kara (que fue obligada a casarse, y, por lo tanto, a mantener relaciones sexuales con su padre), que forman parte de la sintomatología de la, primero larvada y después manifiesta, toma de posesión del espíritu de la siniestra y vengativa princesa, del cuerpo de Margaret. Lo más fascinante del último revuelco de tornas, un auténtico simbolismo del “despertar” de la rebeldía de una mujer que ansía hacerse con el poder masculino que la estuvo oprimiendo y maltratando en otra vida… extrapolando un poco la alegoría, durante muchos siglos, en el seno de incontables sociedades y civilizaciones. Al lado de la de Stoker, y durante la misma generación, muy oportuna, también, la premonición de Carl Gustav Jung (1875-1961) con su elaborada tesis del «complejo de Electra», importada del psicoanálisis freudiano.