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Voto de Jordirozsa:
5
4,0
1.006
Terror. Drama
El 4 de abril de 2010 una parte de la familia Quintanilla Atauri fue encontrada muerta en su casa de campo. La policía descubrió la existencia de cintas de vídeo con 37 horas de grabación. Aquel mismo mes de abril, dos productores vieron la oportunidad de crear una película a partir del material encontrado. Ellos se hicieron cargo de los derechos al convencer al padre de los niños asesinados y acordar que omitirían ciertas partes que ... [+]
16 de enero de 2023
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En 1980, Ruggero Deodato presentó «Holocausto Caníbal» en un insólito formato: el de la narración en primera persona a cargo de la cámara, que no se popularizaría masivamente hasta casi 20 años después con «The Blair Witch Project». Estilo narrativo que, además, implica la presentación de la cinta en pantalla como metraje encontrado, y lleva consigo la intención de verismo de su contenido. De ahí también que esta clase de producto, prolífico principalmente en el terror, también haya sido referido no pocas veces como «falso documental».
En general, desde que con la aparición de las cámaras domésticas el ciudadano de a pie tuvo una herramienta en su poder para «inmortalizar» los momentos vitales que consideraba más trascendentes, en el cine aparecieron, en varios géneros, películas en las que, de forma exclusiva, o dentro de la diégesis narrativa, aparecían las traqueteantes tomas de uno de los protagonistas, como modo de expresión dramática.
Durante la primera década de los 2000, y con el empuje de producciones y sagas como «Paranormal Activity», de la que nos ha llegado el último coletazo hace nada más que dos años, en 2021, hubo una copiosa proliferación de cintas que siguieron esta estela, en un inusitado «boom» a nivel global. Pasada una década, como si de una moda pasajera se tratase, lo que se llamaría el subgénero del «found footage» empezó a boquear.
¿Y esto es porque se trata de una «fórmula caducada», «obsoleta», o «que ya no tiene nada que aportar» (cito los tópicos y expresiones categóricas típicas de las que se suelen adueñar críticos y usuarios de la gran pantalla)?
El problema es que estamos hablando de un recurso estilístico, que en sí mismo sólo tiene valor como técnica. Lo que hace que un «film» funcione y se lo pueda valorar con un máximo de enteros es precisamente lo que siempre en el cine: dirección, actores, puesta en escena, banda sonora, fotografía… por sí mismo, el «found footage» no tiene ningún valor si no va acompañado de lo otro. Por lo tanto, la obsolescencia no se puede achacar a una práctica cinematográfica en concreto, sino al uso que se hace de ella como método.
En el fondo narrativo de esta producción hispano mexicana, hallamos símbolos del imaginario ancestral, que nos hace evocar los cuentos que durante generaciones han sido transmitidos al lado de lumbres y fogatas, y que autores literarios como Christensen plasmaron sobre el papel: ¿quién no habrá evocado a «Hänsel und Gretel», en una versión contemporánea, a los hermanos Christian y Julie, ambos con sus cámaras, adentrándose en el siniestro y laberíntico bosque, tras la «puerta prohibida», en busca del fantasma de la niña que, según la leyenda urbana que Carlos, amigo de la familia les relata, guía a los turistas y caminantes perdidos por los alrededores, y que no se sabe si es tan benefactora y puede ser un ente maligno? (una niña perdida del bosque no es otra cosa que el arquetipo en el que se basa el cuento de «La Caperucita»).
Fernando Barreda Luna elabora un guion muy esquemático, sobre una trama muy simple. El libreto no se esmera en desarrollar una estructura elaborada, artesana, propia, sino que cual placas de pladur (ensambladas, eso sí, con cierto arte e ingenio) encajadas una tras otra, configuran la estructura del relato que se nos ofrece.
Con todo, crea una atmósfera en la que atrapar al espectador, pero que no llega indemne hasta el último tramo de la película. Una muestra de que no basta el uso de una (o varias) cámara(s) para materializar el realismo: diálogos que dan la sensación de ir siendo improvisados, el ambiente generado ya sólo en la parte introductoria, elementos obvios que el público puede adivinar por sí sólo, y cuya explicación resulta redundante, las advertencias parentales de que los hermanos no se adentren en la espesura del limbo vegetal más allá de la verja… no tiene otro objetivo que el de reforzar el naturalismo del relato, intentando trasladar la experiencia de la audiencia al mismísimo plano diegético; incluso en las escenas diurnas (plantas muertas, el pozo, traicionera calma…) infunden una tétrica sensación que no nos permite escapar del campo de gravedad de lo que va acaeciendo.
A parte, el «set» logra erizarnos los pelos introduciendo la idea del aislamiento de los protagonistas en un paraje remoto. Ello quizá constituye la única justificación posible por la que enseguida desaparecen de escena el padre y Carlos (el amigo de la familia que ha ido a visitarles), para dejar evidencia de mayor desamparo para los que ahí se quedan.
A efectos de márquetin y promoción (lo más probable), tampoco es casualidad que, teniendo que ser presentada «Atrocious» en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, la localización de los eventos se situé en las inmediaciones de la comarca de El Garraf.
Pero la búsqueda de la autenticidad a toda costa, también puede acarrear lo que podamos percibir como poca o nula capacidad de los actores, de mantener un adecuado monto de identificación que traspase la pantalla, y que se eche de menos, por lo tanto, la preocupación por lo que pueda o no sucederles. En esta cinta, precisamente, el principal reto de Cristian Valencia (Christian), Clara Moraleda (July), Chus Pereiro (Débora, la madre), Sergi Martín (Jose, el hermano pequeño), Xavi Doz (Santiago, el padre) y Jose Masegosa (Carlos, el amigo de la familia), es el de encontrar el equilibrio entre una sobreactuación que daría al traste con la presunta veracidad que se quiere conferir a la ficción, y un exceso de espontaneidad o improvisación, así como una falta de profundización más pormenorizada en el «background» psíquico de cada uno de ellos (sus motivaciones, expectativas, situación relacional…); estos aspectos quedan apuntados en la superficie, sugeridos, y tan sólo somos capaces de intuir una extraña relación de los progenitores, que alguna pista echa sobre lo que sucederá posteriormente. Justamente, el mantener velados algunos de estos elementos,
En general, desde que con la aparición de las cámaras domésticas el ciudadano de a pie tuvo una herramienta en su poder para «inmortalizar» los momentos vitales que consideraba más trascendentes, en el cine aparecieron, en varios géneros, películas en las que, de forma exclusiva, o dentro de la diégesis narrativa, aparecían las traqueteantes tomas de uno de los protagonistas, como modo de expresión dramática.
Durante la primera década de los 2000, y con el empuje de producciones y sagas como «Paranormal Activity», de la que nos ha llegado el último coletazo hace nada más que dos años, en 2021, hubo una copiosa proliferación de cintas que siguieron esta estela, en un inusitado «boom» a nivel global. Pasada una década, como si de una moda pasajera se tratase, lo que se llamaría el subgénero del «found footage» empezó a boquear.
¿Y esto es porque se trata de una «fórmula caducada», «obsoleta», o «que ya no tiene nada que aportar» (cito los tópicos y expresiones categóricas típicas de las que se suelen adueñar críticos y usuarios de la gran pantalla)?
El problema es que estamos hablando de un recurso estilístico, que en sí mismo sólo tiene valor como técnica. Lo que hace que un «film» funcione y se lo pueda valorar con un máximo de enteros es precisamente lo que siempre en el cine: dirección, actores, puesta en escena, banda sonora, fotografía… por sí mismo, el «found footage» no tiene ningún valor si no va acompañado de lo otro. Por lo tanto, la obsolescencia no se puede achacar a una práctica cinematográfica en concreto, sino al uso que se hace de ella como método.
En el fondo narrativo de esta producción hispano mexicana, hallamos símbolos del imaginario ancestral, que nos hace evocar los cuentos que durante generaciones han sido transmitidos al lado de lumbres y fogatas, y que autores literarios como Christensen plasmaron sobre el papel: ¿quién no habrá evocado a «Hänsel und Gretel», en una versión contemporánea, a los hermanos Christian y Julie, ambos con sus cámaras, adentrándose en el siniestro y laberíntico bosque, tras la «puerta prohibida», en busca del fantasma de la niña que, según la leyenda urbana que Carlos, amigo de la familia les relata, guía a los turistas y caminantes perdidos por los alrededores, y que no se sabe si es tan benefactora y puede ser un ente maligno? (una niña perdida del bosque no es otra cosa que el arquetipo en el que se basa el cuento de «La Caperucita»).
Fernando Barreda Luna elabora un guion muy esquemático, sobre una trama muy simple. El libreto no se esmera en desarrollar una estructura elaborada, artesana, propia, sino que cual placas de pladur (ensambladas, eso sí, con cierto arte e ingenio) encajadas una tras otra, configuran la estructura del relato que se nos ofrece.
Con todo, crea una atmósfera en la que atrapar al espectador, pero que no llega indemne hasta el último tramo de la película. Una muestra de que no basta el uso de una (o varias) cámara(s) para materializar el realismo: diálogos que dan la sensación de ir siendo improvisados, el ambiente generado ya sólo en la parte introductoria, elementos obvios que el público puede adivinar por sí sólo, y cuya explicación resulta redundante, las advertencias parentales de que los hermanos no se adentren en la espesura del limbo vegetal más allá de la verja… no tiene otro objetivo que el de reforzar el naturalismo del relato, intentando trasladar la experiencia de la audiencia al mismísimo plano diegético; incluso en las escenas diurnas (plantas muertas, el pozo, traicionera calma…) infunden una tétrica sensación que no nos permite escapar del campo de gravedad de lo que va acaeciendo.
A parte, el «set» logra erizarnos los pelos introduciendo la idea del aislamiento de los protagonistas en un paraje remoto. Ello quizá constituye la única justificación posible por la que enseguida desaparecen de escena el padre y Carlos (el amigo de la familia que ha ido a visitarles), para dejar evidencia de mayor desamparo para los que ahí se quedan.
A efectos de márquetin y promoción (lo más probable), tampoco es casualidad que, teniendo que ser presentada «Atrocious» en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, la localización de los eventos se situé en las inmediaciones de la comarca de El Garraf.
Pero la búsqueda de la autenticidad a toda costa, también puede acarrear lo que podamos percibir como poca o nula capacidad de los actores, de mantener un adecuado monto de identificación que traspase la pantalla, y que se eche de menos, por lo tanto, la preocupación por lo que pueda o no sucederles. En esta cinta, precisamente, el principal reto de Cristian Valencia (Christian), Clara Moraleda (July), Chus Pereiro (Débora, la madre), Sergi Martín (Jose, el hermano pequeño), Xavi Doz (Santiago, el padre) y Jose Masegosa (Carlos, el amigo de la familia), es el de encontrar el equilibrio entre una sobreactuación que daría al traste con la presunta veracidad que se quiere conferir a la ficción, y un exceso de espontaneidad o improvisación, así como una falta de profundización más pormenorizada en el «background» psíquico de cada uno de ellos (sus motivaciones, expectativas, situación relacional…); estos aspectos quedan apuntados en la superficie, sugeridos, y tan sólo somos capaces de intuir una extraña relación de los progenitores, que alguna pista echa sobre lo que sucederá posteriormente. Justamente, el mantener velados algunos de estos elementos,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
es lo que Barreda Luna se guarda para el giro de un «script» que durante las tres primeras cuartas partes se toma su tiempo, a modo «slowburn», y durante las que lo más significativo que sucede es la aventuresca y pueril búsqueda de evidencias de la leyenda urbana de la niña que se perdió en el bosque hace 40 años, la marcha del padre a Madrid por cuestiones de trabajo, y la parsimoniosa y típica cotidianidad de juegos de jardín y charlas nocturnas a la luz del fuego. No será hasta el inicio del tercer acto, con la misteriosa desaparición de la mascota familiar (el perro), y la del hermano pequeño, que el ritmo empezará su exponencial «crescendo».
El realizador se sirve de dos armas para mantener la imprescindible tensión, y llevarla a una conclusión que represente la «cresta de la ola» de todo el cúmulo de desasosiego: el significado y la función de los dos principales escenarios en los que se desarrolla la acción, y la incertidumbre en la que nos mantendrá sobre la velada naturaleza del peligro que amenaza a la familia Quintanilla. Pero estos dos aparentemente sólidos resortes, en los que fundamenta el arco suspensivo, están bajo peligro de derrumbe por efecto del desmesurado atrevimiento en estirar sin resolver una desproporcionada primera parte. El compás pierde fuelle por meterse en dilaciones y pamplinas en la escena nocturna del bosque, con el único objetivo de regodearse en su homenaje al sacrosanto referente de «La Bruja de Blair»: chillidos, interminables carreras con la cámara enfocando al suelo… algo de lo que se nos podría haber ahorrado una parte.
Aunque esta elongada escena pueda acabar con la paciencia de muchos, pretende jugar con la insinuada posibilidad de que la naturaleza paranormal de los fenómenos a los que se enfrentan los miembros de la familia no sea tal, sino que exista la real figura de un asesino (¿uno de ellos?). Mantener velada esta cuestión es crucial para que el hipnotizado concurrente quede inmerso en la incógnita hasta la aparición de los títulos de crédito finales: todas las hipótesis quedan abiertas a especulación hasta la conclusión.
A nivel técnico, lo que se busca con el constante uso de la cámara en mano (lo que indudablemente también da lugar a situaciones inverosímiles), es acrecentar el sentido del terror generado por todos aquellos desconocidos peligros alrededor de lo que están enfocando los protagonistas (y que ni ellos ni el público pueden ver), más allá de la visión periférica (todavía más limitada por el encuadre). Ahí, a pesar del modo de visión nocturna, la oscuridad es una muy poderosa aliada.
Por otro lado, Barreda Luna convierte el último refugio (el interior de la casa de campo) de los despavoridos hermanos, que logran huir del bosque, en la ratonera donde hallarán su último y fatal destino: una simpática e invertida mención a «The Shining» (1980), donde los hachazos a una puerta son el claro guiño al clásico de Kubrick.
Con la crónica de los macabros hechos en diferentes noticiarios, mostrando las dantescas imágenes de la escena del crimen, y los efectivos de la policía retirando cuerpos y recogiendo pruebas, no baja el telón sin antes desvelarnos la terrible verdad sobre el pasado de Débora, la madre, quien al parecer tenía antecedentes de un trastorno disociativo que el padre había ocultado. Finalmente, no sabemos qué ha sido de él, así como tampoco a donde ha ido a parar la desquiciada progenitora después de cargarse a sus hijos y a Carlos, quién había encontrado los cuerpos y llamado a la policía.
A un proyecto de bajo presupuesto, se le suma un montón de recursos narrativos muy mal aprovechados, con los que se podría haber urdido una pieza de mucho más valor cinematográfico. «Atrocious» funciona relativamente, pero se queda muy lejos de cualquiera de los múltiples referentes a los que cita, básicamente por desidia y falta de voluntad en confeccionar algo más auténtico y personal, sin vivir del rédito de los mitos en los que pretende reflejarse.
El realizador se sirve de dos armas para mantener la imprescindible tensión, y llevarla a una conclusión que represente la «cresta de la ola» de todo el cúmulo de desasosiego: el significado y la función de los dos principales escenarios en los que se desarrolla la acción, y la incertidumbre en la que nos mantendrá sobre la velada naturaleza del peligro que amenaza a la familia Quintanilla. Pero estos dos aparentemente sólidos resortes, en los que fundamenta el arco suspensivo, están bajo peligro de derrumbe por efecto del desmesurado atrevimiento en estirar sin resolver una desproporcionada primera parte. El compás pierde fuelle por meterse en dilaciones y pamplinas en la escena nocturna del bosque, con el único objetivo de regodearse en su homenaje al sacrosanto referente de «La Bruja de Blair»: chillidos, interminables carreras con la cámara enfocando al suelo… algo de lo que se nos podría haber ahorrado una parte.
Aunque esta elongada escena pueda acabar con la paciencia de muchos, pretende jugar con la insinuada posibilidad de que la naturaleza paranormal de los fenómenos a los que se enfrentan los miembros de la familia no sea tal, sino que exista la real figura de un asesino (¿uno de ellos?). Mantener velada esta cuestión es crucial para que el hipnotizado concurrente quede inmerso en la incógnita hasta la aparición de los títulos de crédito finales: todas las hipótesis quedan abiertas a especulación hasta la conclusión.
A nivel técnico, lo que se busca con el constante uso de la cámara en mano (lo que indudablemente también da lugar a situaciones inverosímiles), es acrecentar el sentido del terror generado por todos aquellos desconocidos peligros alrededor de lo que están enfocando los protagonistas (y que ni ellos ni el público pueden ver), más allá de la visión periférica (todavía más limitada por el encuadre). Ahí, a pesar del modo de visión nocturna, la oscuridad es una muy poderosa aliada.
Por otro lado, Barreda Luna convierte el último refugio (el interior de la casa de campo) de los despavoridos hermanos, que logran huir del bosque, en la ratonera donde hallarán su último y fatal destino: una simpática e invertida mención a «The Shining» (1980), donde los hachazos a una puerta son el claro guiño al clásico de Kubrick.
Con la crónica de los macabros hechos en diferentes noticiarios, mostrando las dantescas imágenes de la escena del crimen, y los efectivos de la policía retirando cuerpos y recogiendo pruebas, no baja el telón sin antes desvelarnos la terrible verdad sobre el pasado de Débora, la madre, quien al parecer tenía antecedentes de un trastorno disociativo que el padre había ocultado. Finalmente, no sabemos qué ha sido de él, así como tampoco a donde ha ido a parar la desquiciada progenitora después de cargarse a sus hijos y a Carlos, quién había encontrado los cuerpos y llamado a la policía.
A un proyecto de bajo presupuesto, se le suma un montón de recursos narrativos muy mal aprovechados, con los que se podría haber urdido una pieza de mucho más valor cinematográfico. «Atrocious» funciona relativamente, pero se queda muy lejos de cualquiera de los múltiples referentes a los que cita, básicamente por desidia y falta de voluntad en confeccionar algo más auténtico y personal, sin vivir del rédito de los mitos en los que pretende reflejarse.