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Voto de Jordirozsa:
6
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Terror
La historia sigue a Andrea (Airam Galliani), una adolescente, quien sufre la muerte de su padre. Con la ayuda de sus amigos de colegio, la animaran a contactarse con él usando la güija. Sin embargo, esto provoca una serie de eventos terroríficos. (FILMAFFINITY)
22 de septiembre de 2021
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con sus altibajos, sus más y sus menos al largo de su historia, poco conocida en el ámbito de nuestro público general (especialmente significativa fue la crisis que sufrió durante la década de los 80 y principios de los 90 del s.XX, pareja a otras dificultades de índole económica, social y geopolítica), el cine peruano nos obsequia con un curioso producto, de la mano del entonces jovencísimo Dorian Fernández-Moris, con el que adentra su cine patrio de lleno en el cine de terror, directo a una cinta repleta de tópicos y clichés harto trabajados en lo más conocido del cine comercial: conjuros, ouijas, demonios, posesiones…, protagonizado por adolescentes, para un público adolescente, y, como no, dado este perfil de audiencia diana que se apercibe por el contenido, con toques finales de “slasher”, como se etiquetaría en la nomenclatura usada para referise a la liquidación en serie de púberes y jóvenes en algún pasaje de la trama propuesta.
El director, que entonces tenía horneando ya su obra de referencia “Desaparecer”, que no vería la luz hasta 2015 por un complejo proceso de edición y postproducción, se lanza a la lid de las salas con un largometraje destinado claramente en su final objetivo, de conseguir una buena recaudación.
Sin entrar a valorar hasta qué punto podríamos tener en cuenta la influencia que podía haber tenido el éxito de posibles referentes fílmicos como “The Blair Witch Project” (2003), o las franquicias de “REC” o “Paranormal Activity”, el realizador peruano apuesta por una narrativa similar, aunque no de forma integral; sólo la parte central usa el formato de la cámara doméstica, siendo el resto (presentación y resolución de la urdimbre) presentado desde el habitual marco expositivo al que estamos acostumbrados.
Con toques de imaginario local, en el que todos los de cultura hispánica nos podemos sentir identificados (cementerios, almas, posesiones, invocación de espíritus, brujería y maldiciones… ), abre juego entre el público andino, casi muriendo de éxito dentro de sus fronteras (por lo que se lee), pero con una recepción bastante fría y dispar a nivel internacional, excepto para coleccionistas o amantes de la temática, y hasta con un rechazo patente en varios andurriales de cultura anglosajona, que más bién poco familiarizados están con el almanaque de la cultura latina en materia escatológica.
El resultado es un todo sincrético que funde quimeras de nuestras tradiciones, con las de los paradigmas hollywoodienses. Aunque a mí jamás se me habría ocurrido echar kétchup o mostaza a un plato de pachamanca.
La fotografía de Miguel Ángel Valencia nos sitúa en la primera persona del personaje protagonista Pablo (Jürgen Gómez), quién contará la historia como principal en el tramo inicial, y después en el bloque del desenlace, siendo prácticamente un obervador desde el ojo de su filmadora. Construye el discurso de la cámara desde dos planos diegéticos superpuestos bien diferenciados: las escenas de Pablo como actor, con un enfoque centrado prácticamente en su figura; y las mareantes tomas con el aparato doméstico, las veces a la luz de los infrarrojos en los encuadres nocturnos, en toda la parte que representa el desenvolvimiento de los hilos que enredan el tejido del relato. En los que el chaval ejerce de registrador de todo lo que acontece; el testimonio de la “veracidad” de lo que mostrará a la madre de Andrea (Marisol Aguirre).
Dentro de lo convencionales, corrientes, hasta grises y frías que pueden parecer las tomas de este mirador extrínseco, el responsable de la base del lenguaje visual de la cinta, usa su arte (por ejemplo, el plano vespertino de la entrada del cementerio antes de que la cuadrilla de jóvenes en él se adentre) para causar buenos impactos emocionales, despertando con la mayor elegancia los sentimientos de terror, sin tener que recurrir prácticamente a artificios ni efectos especiales que harían incurrir en el ridículo.
Demostrando también su dominio del arte musical, del mismo Fernández-Moris es la partitura que, de manera eficaz, discreta y en los momentos adecuados realza los clímax del hilo argumental. Son mínimos, fugaces, pero cuidadosamente insertados en algunos de los precisos momentos en que se requiere poner en guardia al espectador.
Los protagonistas, pese a su inexperiencia consiguen trasladar un aire de naturalidad a sus respectivas interpretaciones. A ninguno de ellos se le ha visto un recorrido estelar en el mundo del cine desde los ocho años que hace que se rodó “Cementerio General”, y sólo a Nikko Ponce le vemos aparecer de vez en cuando en shows y chismorreos de la prensa amarilla (aka, el mundillo del famoseo), como amarillos los calzoncillos que exhibe en algunas de las fotos en las que se supone que vive de posar su cuerpo, y la estrella que tiene tatuada, justo debajo de la cadera, en el lado de su jamón izquierdo.
Este grupo de adolescentes están moldeados, cada uno, en su respectivo cliché, como si el script se quisiera asegurar de hacerlos inconfundibles en los procesos de identificación que pudiera hacer un potencial público diana (gente de su edad). Está Andrea (Airam Galliani), la chica alrededor de la cual gira el embrollo: su necesidad de “contactar” con su padre, al que no llegó a conocer…; Gabriel (Niko Ponce), el ligón, el que va de valiente y osado. Pero que también sabe mostrar su más profundo sentimiento de miedo y dolor ante lo que sucede, y esto lo hace más humano y creíble (no tanto su novia, con mera función de florero); la hermana pequeña de Andrea, pesadita que no para hasta que se la llevan con ellos a hacer las invocaciones al cementerio… total, una pandilla prototípica que nos recuerda a los de “Verano Azul”, y en la que no puede faltar Julito, el que más se parece al “Piraña” de la famosa serie de principios de los 80, y cuyo cometido es el de dar la sal del “donaire”, con sus inocentes y cómicas salidas. Jürgen Gómez (Pablo), nuestro principal, aún parecer algo paleto, es el más realista.
El director, que entonces tenía horneando ya su obra de referencia “Desaparecer”, que no vería la luz hasta 2015 por un complejo proceso de edición y postproducción, se lanza a la lid de las salas con un largometraje destinado claramente en su final objetivo, de conseguir una buena recaudación.
Sin entrar a valorar hasta qué punto podríamos tener en cuenta la influencia que podía haber tenido el éxito de posibles referentes fílmicos como “The Blair Witch Project” (2003), o las franquicias de “REC” o “Paranormal Activity”, el realizador peruano apuesta por una narrativa similar, aunque no de forma integral; sólo la parte central usa el formato de la cámara doméstica, siendo el resto (presentación y resolución de la urdimbre) presentado desde el habitual marco expositivo al que estamos acostumbrados.
Con toques de imaginario local, en el que todos los de cultura hispánica nos podemos sentir identificados (cementerios, almas, posesiones, invocación de espíritus, brujería y maldiciones… ), abre juego entre el público andino, casi muriendo de éxito dentro de sus fronteras (por lo que se lee), pero con una recepción bastante fría y dispar a nivel internacional, excepto para coleccionistas o amantes de la temática, y hasta con un rechazo patente en varios andurriales de cultura anglosajona, que más bién poco familiarizados están con el almanaque de la cultura latina en materia escatológica.
El resultado es un todo sincrético que funde quimeras de nuestras tradiciones, con las de los paradigmas hollywoodienses. Aunque a mí jamás se me habría ocurrido echar kétchup o mostaza a un plato de pachamanca.
La fotografía de Miguel Ángel Valencia nos sitúa en la primera persona del personaje protagonista Pablo (Jürgen Gómez), quién contará la historia como principal en el tramo inicial, y después en el bloque del desenlace, siendo prácticamente un obervador desde el ojo de su filmadora. Construye el discurso de la cámara desde dos planos diegéticos superpuestos bien diferenciados: las escenas de Pablo como actor, con un enfoque centrado prácticamente en su figura; y las mareantes tomas con el aparato doméstico, las veces a la luz de los infrarrojos en los encuadres nocturnos, en toda la parte que representa el desenvolvimiento de los hilos que enredan el tejido del relato. En los que el chaval ejerce de registrador de todo lo que acontece; el testimonio de la “veracidad” de lo que mostrará a la madre de Andrea (Marisol Aguirre).
Dentro de lo convencionales, corrientes, hasta grises y frías que pueden parecer las tomas de este mirador extrínseco, el responsable de la base del lenguaje visual de la cinta, usa su arte (por ejemplo, el plano vespertino de la entrada del cementerio antes de que la cuadrilla de jóvenes en él se adentre) para causar buenos impactos emocionales, despertando con la mayor elegancia los sentimientos de terror, sin tener que recurrir prácticamente a artificios ni efectos especiales que harían incurrir en el ridículo.
Demostrando también su dominio del arte musical, del mismo Fernández-Moris es la partitura que, de manera eficaz, discreta y en los momentos adecuados realza los clímax del hilo argumental. Son mínimos, fugaces, pero cuidadosamente insertados en algunos de los precisos momentos en que se requiere poner en guardia al espectador.
Los protagonistas, pese a su inexperiencia consiguen trasladar un aire de naturalidad a sus respectivas interpretaciones. A ninguno de ellos se le ha visto un recorrido estelar en el mundo del cine desde los ocho años que hace que se rodó “Cementerio General”, y sólo a Nikko Ponce le vemos aparecer de vez en cuando en shows y chismorreos de la prensa amarilla (aka, el mundillo del famoseo), como amarillos los calzoncillos que exhibe en algunas de las fotos en las que se supone que vive de posar su cuerpo, y la estrella que tiene tatuada, justo debajo de la cadera, en el lado de su jamón izquierdo.
Este grupo de adolescentes están moldeados, cada uno, en su respectivo cliché, como si el script se quisiera asegurar de hacerlos inconfundibles en los procesos de identificación que pudiera hacer un potencial público diana (gente de su edad). Está Andrea (Airam Galliani), la chica alrededor de la cual gira el embrollo: su necesidad de “contactar” con su padre, al que no llegó a conocer…; Gabriel (Niko Ponce), el ligón, el que va de valiente y osado. Pero que también sabe mostrar su más profundo sentimiento de miedo y dolor ante lo que sucede, y esto lo hace más humano y creíble (no tanto su novia, con mera función de florero); la hermana pequeña de Andrea, pesadita que no para hasta que se la llevan con ellos a hacer las invocaciones al cementerio… total, una pandilla prototípica que nos recuerda a los de “Verano Azul”, y en la que no puede faltar Julito, el que más se parece al “Piraña” de la famosa serie de principios de los 80, y cuyo cometido es el de dar la sal del “donaire”, con sus inocentes y cómicas salidas. Jürgen Gómez (Pablo), nuestro principal, aún parecer algo paleto, es el más realista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Fácilmente, con esa apariencia de ser inocente, honesto y sincero, y a la vez algo frágil y enclenque, sobretodo emocionalmente, fijado en su cámara, que lo aleja del mundo real (simbolizado en la escena del campo de deportes donde están todos participando del partido de fútbol, él se queda en las gradas, de camiseta azul celeste y pantalón corto negro, el uniforme deportivo de la escuela, grabando a la también taciturna compañera, a la que desea ayudar). Todo lo contrario de Mayra (Diva Rivera), que mostrará poco talento, en un repertorio de sobreactuaciones harto forzadas y exageradas.
Los adultos no destacan, y quedan relegados a un rol secundario, aunque en su escaso papel, Marisol Aguirre es eficaz. Se me antoja ingenioso el ritual de festejo que la señora le brinda a Pablo, preparándole un batido de fresa (“te tomaría acá mismo, pero no puedo porque todavía eres un crío”)
Después de la estremecedora primera escena del entierro, que culmina en la visita de Pablo a la madre de su amiga, el guión nos invita entrar a otra historia (la que se verá en el vídeo tomado), dentro de la historia en la que ya se nos ha ubicado. Un recurso bien utilizado, y que servirá para desarrollar y prácticamente los secretos de todo lo urdido).
Este “acto” puede aparecer confuso, caótico… con los vaivenes de la cámara… pero es precisamente el efecto que se quiere crear ¿o no? En este fragmento se puede tildar de pueril, hasta cómica, la actuación de los chicos/as, intentando encontrar y contener a la posesa hermana de Andrea. Desde fuera, claro. Pero ya me gustaría ver que haríamos todos nosotros en la misma situación.
Ahí se podría dar por resuelto el asunto. Desde el momento en el que Pablo da marcha atrás para encontrar las pertenencias que se han dejado en el lugar de la invocación, y descubre los nombres de los “invitados sorpresa” (demonios), escritos en el reverso de la tabla de ouija, se descubre el pastel. Entonces, Mayra confiesa su plan de venganza, y con su muerte a manos de la endemoniada que le secciona la yugular, y el regreso al punto de partida, cerramos ciclo (el entierro de la hermana poseída de Andrea, que se da por supuesto que ha muerto como consecuencia de la posesión, y el de Mayra; curiosa simbología: el más concurrido, con el retrato, la vista de la caja blanca con rosas encima de la inocente descendiendo al foso; frente al ataúd marrón, sólo con tres familiares, a punto de ser metido en uno de los innumerables nichos).
En el punto en el que el enredo ya parece solucionado, y se podría echar el telón, se alargan los últimos minutos como una especie de “coda musical”, en la que el vengativo espíritu de Mayra (o un demonio disfrazado de ella, que se viene a cobrar la factura de la fiestuki en el cementerio), tortura a Pablo, y se va cargando a todos, uno a uno: Niko ahogado en la piscina (sus admiradores/as, se olvidarán seguro de lo macabro del asunto para alegrarse la vista de su cuerpo desnudo flotando en el agua); Julito hecho literalmente papilla por un camión al cruzar de espaldas una calle (moraleja, no hablar por el móvil mientras se anda en zona de tráfico rodado). Pablo intenta desesperadamente avisarles, y corre a casa de Andrea para “salvarla” de ese misterioso ejecutor del que sólo vemos el brazo negro (menos mal que no es el de Santa Teresa).
El destino de los dos protagonistas queda más que obvio, aunque elíptico, tras Pablo entrar en la habitación de Andrea, y una vez dentro aparece ese malvado espíritu de Mayra, el demonio (o lo que sea ese tiznado bicho con globos oculares blancos), que nos cierra la puerta a las narices, y acto seguido los títulos de crédito finales.
Créanme, si van de guateque vespertino al cementerio, donde lógicamente pensaran que no molestan a nadie de los que están allí, asegúrense de no hacer un “sinpa”, porque alguno de sus aparentemente silenciosos e inofensivos habitantes, no se conformará con que después alguien se quede a fregar los platos.
Los adultos no destacan, y quedan relegados a un rol secundario, aunque en su escaso papel, Marisol Aguirre es eficaz. Se me antoja ingenioso el ritual de festejo que la señora le brinda a Pablo, preparándole un batido de fresa (“te tomaría acá mismo, pero no puedo porque todavía eres un crío”)
Después de la estremecedora primera escena del entierro, que culmina en la visita de Pablo a la madre de su amiga, el guión nos invita entrar a otra historia (la que se verá en el vídeo tomado), dentro de la historia en la que ya se nos ha ubicado. Un recurso bien utilizado, y que servirá para desarrollar y prácticamente los secretos de todo lo urdido).
Este “acto” puede aparecer confuso, caótico… con los vaivenes de la cámara… pero es precisamente el efecto que se quiere crear ¿o no? En este fragmento se puede tildar de pueril, hasta cómica, la actuación de los chicos/as, intentando encontrar y contener a la posesa hermana de Andrea. Desde fuera, claro. Pero ya me gustaría ver que haríamos todos nosotros en la misma situación.
Ahí se podría dar por resuelto el asunto. Desde el momento en el que Pablo da marcha atrás para encontrar las pertenencias que se han dejado en el lugar de la invocación, y descubre los nombres de los “invitados sorpresa” (demonios), escritos en el reverso de la tabla de ouija, se descubre el pastel. Entonces, Mayra confiesa su plan de venganza, y con su muerte a manos de la endemoniada que le secciona la yugular, y el regreso al punto de partida, cerramos ciclo (el entierro de la hermana poseída de Andrea, que se da por supuesto que ha muerto como consecuencia de la posesión, y el de Mayra; curiosa simbología: el más concurrido, con el retrato, la vista de la caja blanca con rosas encima de la inocente descendiendo al foso; frente al ataúd marrón, sólo con tres familiares, a punto de ser metido en uno de los innumerables nichos).
En el punto en el que el enredo ya parece solucionado, y se podría echar el telón, se alargan los últimos minutos como una especie de “coda musical”, en la que el vengativo espíritu de Mayra (o un demonio disfrazado de ella, que se viene a cobrar la factura de la fiestuki en el cementerio), tortura a Pablo, y se va cargando a todos, uno a uno: Niko ahogado en la piscina (sus admiradores/as, se olvidarán seguro de lo macabro del asunto para alegrarse la vista de su cuerpo desnudo flotando en el agua); Julito hecho literalmente papilla por un camión al cruzar de espaldas una calle (moraleja, no hablar por el móvil mientras se anda en zona de tráfico rodado). Pablo intenta desesperadamente avisarles, y corre a casa de Andrea para “salvarla” de ese misterioso ejecutor del que sólo vemos el brazo negro (menos mal que no es el de Santa Teresa).
El destino de los dos protagonistas queda más que obvio, aunque elíptico, tras Pablo entrar en la habitación de Andrea, y una vez dentro aparece ese malvado espíritu de Mayra, el demonio (o lo que sea ese tiznado bicho con globos oculares blancos), que nos cierra la puerta a las narices, y acto seguido los títulos de crédito finales.
Créanme, si van de guateque vespertino al cementerio, donde lógicamente pensaran que no molestan a nadie de los que están allí, asegúrense de no hacer un “sinpa”, porque alguno de sus aparentemente silenciosos e inofensivos habitantes, no se conformará con que después alguien se quede a fregar los platos.