Más de lo mismo, y no necesariamente mejor. Ninguna novedad estilítica, técnica o argumental. La tercera entrega de El Hobbit no alberga nuevas y fascinantes sorpresas. Es la crítica que recibe como un mantra. No falta a la verdad, pero ello será un obstáculo insalvable si tu escrutinio va en busca de estos parámetros. Pero este Hobbit responde a una formato serializado, cosa que sabemos desde un principio, donde se alarga de forma injustificada, si valoramos en términos literarios, el texto de base. Eso si que ya no es una sorpresa y es fútil rebañarlo con cada estreno. New Line y la Metro nos quieren dar más en esos escenarios fabulosos, paisajes de ensueño y personajes épicos en situaciones críticas. Más, simplemente. Y bien que cumple porque a estas alturas los fans de la Tierra Media nos volvemos a queda huérfanos tras una última entrega que cumple lo que queremos ver, al puto dragón haciéndo el mal, los enanos dando mamporros y los elfos dejando a Miguel Bosé como el macho de Marlboro Man. Es por tanto, para mi, una tercera parte plenamente satisfactoria con sus puntitos de piel de gallina como la carga de Thorin o el ataque combinado de elfos y enanos. Esta tercera parte que quizás peca de demasiado teatral, además tiene elementos que parece se menosprecian o directamente no existen. La tercera parte de El Hobbit es la entrega de la saga de la Tierra Media que más explicitamente, quizás a modo de firma final de Jackson, nos habla de las pasiones humanas sin apenas cocinar. La codicia, vanidad, envidia, ambición, amor, compasión, amistad, etc están más a flor de piel que en ninguna de las 5 anteriore pelis como muestra de los pilares simbólicos que inspiran la obra de Tolkien y refuerzan el objeto de la fantasía clásica, desde las Mil y una noches hasta los hermanos Grimm.