La naturaleza de los relatos de Eastwood tiene rasgos ya del todo perceptibles: en primer lugar, la soledad del héroe. Puede ser mujeriego o tener familia, pero su hábitat es la infinita soledad. Allí toma fuerza y gana en identificación con el espectador: hombres y mujeres cada vez más solos. En segundo lugar: el fracaso. A estos personajes la vida los ha golpeado, ellos han caído y se han quedado en la lona bebiendo o amargados de sus suerte. En tercer lugar: el desafío para encontrar una posible justicia que rehacer o amparar. Algo quijotesco resulta, así, el trabajo del personaje de Eastwood.
Aquí se llevan, uno tras otro, los elementos del cine de Eastwood, el que sabemos le gusta y el que él ya sabe nos gusta. Y así nos otorga una película agradable, sin reproches mayores que hacerle y con el premio de una tensión que minuto a minuto crece.