Película imprescindible para la primera década del siglo veintiuno. Son varias las razones de ello. En primer lugar, podríamos decir que se trata de la concreción una vez más notable del ejercicio clásico de contar una buena historia; en segundo lugar, el viaje como metáfora de la vida, sus encuentros y desencuentros, la posibilidad de que el amor sea y de que una ilusión desaparezca; en tercer lugar, el olvido: la noción de que es necesario enfrentar lo que vendrá dejando a un lado lo que fue, se perdió o se ganó; en cuarto lugar, el silencio de la decepción de la existencia, la irónica situación de callar cuando lo que se quiere hacer es gritar; en quinto lugar, la pasión por la familia, el gusto por ver la realización personal en los hijos y en los hermanos y, en último lugar, la muerte, el silencio definitivo, el mejor consejo, el más elocuente, el del cese definitivo del goce de vivir.
Genial película.