La relación que Roman Polanski tiene con el teatro viene de lejos, ya en sus primeras obras se denotaba un gusto muy personal por los escenarios mínimos, que se manifestaba cercano a ese arte escénico, con las bases mínimas necesarias para adecuarse al medio cinematográfico.

Con el paso del tiempo, y la consecución de un estatus más privilegiado, nada impide al realizador plasmar esas inquietudes de una manera más gráfica, regalando trabajos tan notables como "La Muerte y la Doncella" (1995), o más recientemente, con "Un Dios Salvaje", su anterior película, fechada hace apenas un par de años.

"La Venus de las pieles" es una adaptación de la obra del dramaturgo David Ives, estrenada con éxito en Broadway, y cuya traslación a la gran pantalla recoge el concurso del autor y del mismo Polanski, un método siempre recomendable, si entendemos que nadie va a ayudar a contar mejor la historia que su propio creador.

En apenas cuatro paredes, que recogen un escenario con su consiguiente patio de butacas, y con solamente dos actores, el realizador consigue una mirada más limpia, sujetado por excelentes arrebatos interpretativos, y por la tranquilidad que proporciona este formato, que alejado de cualquier convencionalismo comercial, permite desnudar y pervertir la narración de una forma mucho más certera.

Imprescindible que sus interpretes rayen a buen nivel, sorprendente es lo de Emmanuelle Seigner, esposa del director, una actriz defenestrada en sus comienzos, que ha alcanzado un nivel insospechado y gratamente convincente. De Mathieu Amalric, decir que esta impecable, en un trabajo que recuerda mucho al que interpretara un joven Polanski en "El quimérico inquilino" (1976), y que como en aquella, le obliga a cambiar de registro, y le convierte en una perfecta extensión del realizador. Seigner y Amalric ya habían coincidido y compartido química en "La Escafandra y la Mariposa" (2007), bajo la batuta de Julian Schnabel.

La novela que da nombre a la película, escrita en el Siglo XIX por el austriaco Leopold von Sacher-Masoch, cuyo nombre acabó dando forma al termino "masoquismo", sirve como excusa a Polanski para desarrollar un interesantísimo juego de depravaciones, con unos diálogos ágiles llenos de referencias culturales, en un universo cercano a cierto realismo mágico, en el que se entremezclan ficción y realidad, a la solidez de tan satisfactorio experimento, solo se puede reprochar que se pierda a veces en el exceso, algo por otro lado disculpable por lo arriesgado de su planteamiento.

Como reflexión final, es inevitable pensar que al veterano director, que cuenta ya con 80 primaveras, le gusta bastante vivir sumido en cierta manera en el escándalo, tras una vida personal bastante ajetreada, y una filmografía tan peculiar, es seguro que cualquier preocupación pasada debe haber transitado de la inquietud a las más absoluta de las indiferencias.




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