Hoy en día, ver a Anthony Quinn y Anna Magnani en sus papeles de siempre no tiene, ni mucho menos, el interés que tenía hace décadas. Los gritos, empujones, amenazas de puñetazos y lagrimillas se ven ahora como impostados y casi de delito de violencia de género y permanecen como un empasto más o menos divertido de un guion que no tiene demasiado interés. Dos horas y media de comedia con unos italianos muy feos (los primeros planos insisten en la fealdad de los habitantes del pueblo) y unos nazis muy bien plantados sobre el único tema de unas botellas desaparecidas no dan para mucho. Es más, no dan para casi nada.