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España España · Badajoz
Voto de Weis:
7
Terror. Thriller Trascurre el año 1939, recién finalizada la guerra civil. Carlos, un niño de diez años, llega a un orfanato que acoge a huérfanos de víctimas republicanas. Su presencia alterará la rutina diaria de un colegio dirigido por Carmen y cuyo profesor, el señor Casares, simpatiza con la perdida causa republicana. Además le acechará el fantasma de uno de los antiguos ocupantes del orfanato. (FILMAFFINITY)
12 de marzo de 2013
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El espinazo del diablo supone la primera parte de una trilogía sobre la Guerra Civil y Posguerra Españolas que continuó, en su segunda entrega, con El laberinto del fauno y que debe o debería concluir con el título tentativo 3993, habiendo sido su producción, por más que duela decirlo, congelada y archivada.

Al mencionar un nombre propio tan ilustre como Guillermo del Toro, es inevitable asociarlo a las características que él mismo se ha granjeado durante su carrera: amante de los universos bizarros, de las máquinas diabólicas y los seres pesadillescos. Con una potente y muy personal imaginería visual, el mexicano se distingue por construir fantasías adultas con formas y personajes de cuento de hadas infantil pero que esconde un trasfondo decididamente cruel y cargado de dramatismo humanista.

Siempre se le puede reprochar la carencia de compacticidad binómica en sus personajes, que no admiten medianías ni neutralidades en su planteamiento ideológico, ya que los malos se presentan como despreciables inhumanos y los buenos como auténticos héroes. Aunque quizás no deba ser este un reproche propiamente dicho, pues esta categoría unidimensional parece ser heredera e incluso tributaria de ese espíritu cómic y novelesco por el que se pretende que buceemos durante dos horas.

La relación entre antagonistas en un período marcado por el dolor y la muerte es simplemente la excusa de del Toro para construir una trama de poderoso dramatismo que se acrecienta cuando los pasos de los jóvenes protagonistas se alejan a un mundo de fantasía desbordante, que se revela como único medio de salvación del cruel mundo real, pero igualmente tenebrista y terrorífico, tal es así por ser un desdoblamiento conectado con la inminente realidad.
Ciertamente es en la creación de sus atmósferas y en la división y relación de los mundos reales y oníricos donde la singularidad de su director ofrece un gran aliciente analítico y pone en tela de juicio su compatibilidad. El despliegue que presenta El espinazo del diablo no es completamente fantástico ni de terror puro. En este título, el realizador mexicano privilegia la realidad y ofrece una perspectiva de la imaginación como salida o escapatoria, no trata de fundir realidad y ficción (unas pretensiones que serían mucho más sinceras y elevadas dentro del género escogido).

Esa disparidad en el camino, que se divide en dos y que conecta solo en los términos más superficiales y puntuales de la aventura del protagonista, hace que la trama de fantasía finalmente se convierta en un mero apéndice y su ensamblado con el germen realista quede un tanto desajustado.

La labor de dirección artística y escenográfica de esta aún inconclusa trilogía es decididamente portentosa, de una plasticidad tangible y evocadora, de perfecta recreación. Otra cuestión diferente es el estilo de tratamiento de una trama realista individualizada sobre las crónicas de un revisionismo histórico y también histriónico. Del Toro escribe y dirige una trama pretendidamente afectada, exageradamente caricaturizada. Una historia que no es emotiva sino simplemente brutal y descarnada, con clichés estirados e infantilizados pese a la aparente rudeza que recorre todo el relato, pero de una brutalidad artificial, muy cinematográfica. Segundo reproche que adhiero a su labor y que tampoco debería ser tal, puesto que la audiencia puede percibir con rapidez que la pretensión de unos films de estas características es la de acercar a los cines a un target de mayorías (más El laberinto que El espinazo).

Es obvio que Del Toro nunca ha pretendido hacer una película histórica, con las características elementales de un Montxo Armendáriz o un José Luis Cuerda, sino emplear de forma torticera y efectista un momento concreto que se presta, por méritos propios, a todo tipo de excesos (las secuelas devastadoras de la guerra, su inhumanidad, la visión edulcorada de los maquis o la actitud pasadísima de rosca del capitán del ejército franquista y su compañía).
Y sigo redundando en que todos estos, en apariencia, defectos que no lo son tanto, vienen provocados por la exigencia crítica que le precedemos a un director lo suficientemente dotado como para esperar de él películas a la par poderosas y grandilocuentes.

Soy, particularmente, mucho más crítico, en el sentido más negativo, ante películas que tratan hechos históricos no tan cercanos a nosotros que tendemos a encumbrar por tener un buen tratamiento histórico pese a ser igualmente discutibles. Bien es cierto que la disparidad y el debate ideológico existen a raudales en las dos películas españolas de Del Toro, pero el apabullante componente fantástico y el romanticismo con el que ha sido creado nos hace olvidarnos casi por completo de todo ese debate.

El director natural de Guadalajara ha intentado, con bastante fortuna en los dos casos, plasmar el ímpetu infantil de los cuentos, el miedo a la oscuridad, trasladarnos a la fascinación de aquel que es capaz de creer en su amplio sentir fantástico. Una invitación implícita a ser espectadores sin límites ni limitaciones. La entrada a una aventura en la que el peligro es algo que los personajes no se cuestionan; al igual que en las historietas gráficas, simplemente lo aceptan sin vacilar. Del Toro parece pedirnos eso también a los espectadores: dejar de obedecer a nuestra figura intrínseca de crítico y aceptar el juego con la ingenuidad de un niño en busca de un fantasma. Y para ello un mundo real adecuadamente configurado estorba. De ahí lo de mis falsos reproches de los que hice mención antes.

Por encima de todo, el cariño más especial que le tengo a un director como él es su habilidad para crear esos niveles de metacine, empleando a este como instrumento para otro fin que no sea simplemente la narración pura y dura. Ojalá que su imaginación nunca se agote.
Weis
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