Entrañable película de sentimientos en la que la tristeza, la depresión y los pequeños momentos de alegría se combinan de una forma casi mágica para dar forma a un film sencillo, sosegado y dotado de una muy refinada belleza donde se aprecia el gusto de Garci por el detalle, el divino detalle, como diría Nabokov.

Llama la atención también la gran cantidad de referencias cinematográficas y pequeños homenajes que el director ha querido incluir en este trabajo, lo que seguro constituirá un deleite para todo buen cinéfilo. Otros aspectos a destacar serían su cuidada fotografía en blanco y negro, que nos regala más de un plano sublime, la extraordinaria belleza de un guión plagado de magníficos diálogos y una excelente banda sonora salpicada, aquí y allá, de maravillosos fragmentos de óperas y diversas piezas de música clásica elegidas todas con exquisito gusto. Las interpretaciones, a la altura del resto: muy buenas (excelente el trabajo de Iñaki Miramón).

Y es que en cada fotograma se palpa, más que nunca, la presencia de un Garci ávido por contagiarnos su sano y saludable entusiasmo por el cine, la música y la vida en general. Se podría afirmar, sin temor a equivocarse, que hoy en día el señor Garci es uno de los pocos, poquísimos directores que aún sigue cultivando (y dominando como nadie) las viejas técnicas del melodrama al más puro estilo de los grandes clásicos americanos de la época dorada. Un genio en su materia al que no se le puede pedir que cambie de registro porque está haciendo precisamente lo que más le gusta: cine que conmueve.

En una sociedad tan estresante como la que nos ha tocado vivir, sus películas vienen a aportarnos ese granito de paz y armonía que tanto necesita el alma humana.