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Voto de Don Hantonio Manué:
7
Drama Rusty James (Matt Dillon) es un joven que sueña con volver a los tiempos de las pandillas juveniles para emular a su hermano mayor (Mickey Rourke), que en su día fue líder de una de ellas y que arrastra una reputación de rebelde e intocable como "el chico de la moto". Pero ahora su hermano ya no está, pues hace dos meses que se marchó, y a Rusty le han citado para una pelea. (FILMAFFINITY)
8 de diciembre de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes que otra cosa, La ley de la calle es un colosal ejercicio de estilo y de experimentación visual, pura ensoñación, desmitificación de un imaginario nostálgico como es el de las bandas juveniles callejeras. Coppola estiliza hasta el extremo una imagen en blanco y negro donde irrumpen tan sólo unas notas de color de unos peces en un acuario, convertidos en metáfora de unos perdedores atrapados en una prisión invisible, anhelantes de una libertad que se expresa en la idea del mar. Sin embargo, nuestras vidas son los (sucios y turbios) ríos que van a dar a la mar… que es el morir.

Como protagonista, Matt Dillon vendría a ser un nuevo Brando, un chulo adolescente que aspira a revivir ese mundo romantizado de las bandas; de rebeldía, héroes como de western capaces de sus propias grandes hazañas, de actos de camaradería y valor, enfrentados a la banda rival de turno. Ser guay y pasárselo muy bien con los colegas, con la chica de la peli, que es buenecita, sensata a la par que muy guapa y está muy buena, como descanso del guerrero y brújula moral. Un momento efímero que pasó para dejar sitio a la degradada realidad de la heroína, pero del que quiere formar parte para no sentirse solo, dar un significado a su desamparada vida y emular un referente de masculinidad, dureza y liderazgo; su hermano mayor, el legendario “chico de la moto”.

Los personajes dejan de ser tales para alzarse como estereotipos o mitos, reconocibles con apenas una frase, un golpe de vista; el amigo macarra (irreconocible Nicolas Cage), el empollón, el sabio de la barra del bar. Alusiones, igualmente míticas, a la figura de Casandra, al flautista de Hamelín.

El hermano (un muy contenido y también irreconocible Rourke) es otro ser mítico e idolatrado; un iluminado por encima del bien y del mal, le sobran las palabras, huido a un paraíso californiano que quizá no exista. Sabe que está condenado, que es imposible o absurdo ser el líder si no hay nada que liderar, salvo quizá un último gesto redentor. El tono es decididamente elegíaco, es el fin de la ingenuidad (la de un protagonista que no se entera de nada o lo hace demasiado tarde), de la juventud que se quema rápido entre la violencia y el vivir deprisa, pálidas sombras y espectros, presencias que son ausencias; la constante de los relojes, la cámara rápida, el tiempo que avanza inexorable sobre una ciudad que permanece impasible, como unas bolas de billar que dan vueltas y se golpean, en un baile azaroso.

La policía como pura presencia del mal, secundarios (Waits, Hopper) tirando también hacia lo mágico-grotesco. Secuencias concebidas a la manera casi operística y deudoras de un Welles: la pelea en el subterráneo, la feria y el bullicio de la calles… todo rodeado de sombras, niebla, capturado mediante encuadres imposibles y barrocos en su expresionismo, con fugas al realismo mágico y un hilo de sonido inquietante, insidioso, emulando el cineasta la mirada ausente de color del antihéroe de la historia; al igual que este, un alucinado visionario que se devora un poco a sí mismo, de vuelta del cine y de todo, que pone todo su talento al servicio de… ¿Qué? De una obra ensimismada que no termina en enganchar en términos narrativos convencionales, aunque sí que lo hace a ratos por la pura fuerza de su envoltura visual, sensorial.
Don Hantonio Manué
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