Media votos
6,2
Votos
1.558
Críticas
67
Listas
10
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de billywilder73:
10
8,2
148.362
Drama
Walt Kowalski (Clint Eastwood), un veterano de la guerra de Corea (1950-1953), es un obrero jubilado del sector del automóvil que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin ... [+]
1 de agosto de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si una película nos hace pensar es que algo bueno ha encendido en lo profundo del alma.
Alimentados por el desprecio – que como aseguraba Fernán Gómez es carne de cañón del españolito - se suele insultar sin saber de lo que se habla y tachar vulgarmente una película con la condescendencia propia del obtuso intentando dorar la falta de discurso con bellos adornos que esconden la estupidez. Es la enfermedad del crítico chabacano y del espectador conformista sonámbulo, ambos más falsos que Judas y necios como el más locuaz de los políticos.
Pasa con Gran Torino y pasó antes también - ¿quién ha visto Vivir de Kurosawa? -. Quien sólo vea la última película de Eastwood como la historia de Kowalski, un viejo ultraconservador malhablado que busca venganza se queda lejos de “vivir” el desgarro del alma que causa esta obra maestra.
Y es que Gran Torino es para los Estados Unidos lo que Vivir de Kurosawa fue para el Japón de 1952. Si en aquélla un hombre del montón, un oficinista gris que lleva treinta años muriendo despacio enterrado entre papeles descubre el tiempo perdido por culpa de una enfermedad terminal y se concede una segunda oportunidad para vivir de verdad – “llevo treinta años sin contemplar una puesta de sol” -, en ésta, un viejo enfermo y rabioso que espera amargado que le sobrevenga la muerte escupiendo bilis a la menor oportunidad tiene la ocasión de recuperar la humanidad por culpa de las “ratas amarillas” que tiene como vecinos.
Decía Kurosawa que “se puede morir tranquilo si uno ha cumplido su vocación” y ésa es la esencia de Gran Torino. La habilidad y coherencia de Clint Eastwood para dotar a sus últimas películas de un discurso con unas constantes vitales que se repiten inteligentemente una y otra vez le convierten en un genio indiscutible del cine, uno de los pocos privilegiados que saben de lo que hablan.
Eastwood es el “maestro de la trascendencia”, experto en algo tan complicado como dotar de vida película y personajes y obrar el milagro de que el film no empiece en el minuto uno y termine en los títulos de crédito sino que “trascienda”, que se convierta en infinita e inabarcable multiplicando recuerdos ocurridos y deseos que ocurrirán.
En Sin perdón William Munny era un viejo pistolero cuyo pasado glorioso - jamás mostrado por flashbacks - estaba manchado de sangre; en Mystic River unos niños son protagonistas de un hecho traumático y una larga elipsis nos traslada a un presente marcado por aquella vivencia pero nos oculta el mal trago de todos esos años haciéndonos tejer a nosotros el drama; en Million Dollar Baby al Eastwood entrenador de boxeadores unas cartas nunca contestadas por su hija hacen que tramemos como precuela un pasado tormentoso; en Gran Torino la amargura y vacío del viejo gruñón nos transporta a la animalidad que vivió en la Guerra de Corea.
Sus películas evocan lo que no se ve y se intuye. Esa sensación de infinitud es pura magia; si existió el “toque Lubitsch”, ahora existe también el “toque Eastwood”.
Alimentados por el desprecio – que como aseguraba Fernán Gómez es carne de cañón del españolito - se suele insultar sin saber de lo que se habla y tachar vulgarmente una película con la condescendencia propia del obtuso intentando dorar la falta de discurso con bellos adornos que esconden la estupidez. Es la enfermedad del crítico chabacano y del espectador conformista sonámbulo, ambos más falsos que Judas y necios como el más locuaz de los políticos.
Pasa con Gran Torino y pasó antes también - ¿quién ha visto Vivir de Kurosawa? -. Quien sólo vea la última película de Eastwood como la historia de Kowalski, un viejo ultraconservador malhablado que busca venganza se queda lejos de “vivir” el desgarro del alma que causa esta obra maestra.
Y es que Gran Torino es para los Estados Unidos lo que Vivir de Kurosawa fue para el Japón de 1952. Si en aquélla un hombre del montón, un oficinista gris que lleva treinta años muriendo despacio enterrado entre papeles descubre el tiempo perdido por culpa de una enfermedad terminal y se concede una segunda oportunidad para vivir de verdad – “llevo treinta años sin contemplar una puesta de sol” -, en ésta, un viejo enfermo y rabioso que espera amargado que le sobrevenga la muerte escupiendo bilis a la menor oportunidad tiene la ocasión de recuperar la humanidad por culpa de las “ratas amarillas” que tiene como vecinos.
Decía Kurosawa que “se puede morir tranquilo si uno ha cumplido su vocación” y ésa es la esencia de Gran Torino. La habilidad y coherencia de Clint Eastwood para dotar a sus últimas películas de un discurso con unas constantes vitales que se repiten inteligentemente una y otra vez le convierten en un genio indiscutible del cine, uno de los pocos privilegiados que saben de lo que hablan.
Eastwood es el “maestro de la trascendencia”, experto en algo tan complicado como dotar de vida película y personajes y obrar el milagro de que el film no empiece en el minuto uno y termine en los títulos de crédito sino que “trascienda”, que se convierta en infinita e inabarcable multiplicando recuerdos ocurridos y deseos que ocurrirán.
En Sin perdón William Munny era un viejo pistolero cuyo pasado glorioso - jamás mostrado por flashbacks - estaba manchado de sangre; en Mystic River unos niños son protagonistas de un hecho traumático y una larga elipsis nos traslada a un presente marcado por aquella vivencia pero nos oculta el mal trago de todos esos años haciéndonos tejer a nosotros el drama; en Million Dollar Baby al Eastwood entrenador de boxeadores unas cartas nunca contestadas por su hija hacen que tramemos como precuela un pasado tormentoso; en Gran Torino la amargura y vacío del viejo gruñón nos transporta a la animalidad que vivió en la Guerra de Corea.
Sus películas evocan lo que no se ve y se intuye. Esa sensación de infinitud es pura magia; si existió el “toque Lubitsch”, ahora existe también el “toque Eastwood”.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Eastwood habla de cosas sencillas – paradójicamente las más difíciles de contar - y teoriza sobre la causa-efecto de la vida, que los hechos acontecidos en el pasado nos hacen ser lo que somos. El viejo cascarrabias de Gran Torino amargado por el infierno que vivió en la guerra, el viejo pistolero William Munny con el diablo adormecido por la inyección de amor y que despierta brutalmente por el asesinato de su amigo, el violado Tim Robbins que se muestra huraño, misterioso y acomplejado desde aquella pesadilla de la infancia...
Y si somos lo que vivimos - lo es el monótono Watanabe de Vivir que tira su vida por el desagüe y lo son todos los personajes de Eastwood - también es cierto que las historias del director de Los puentes de Madison buscan la expiación de la culpa, la redención de la pena que no les deja vivir.
Por eso, porque hablamos de arrepentimiento, es crucial en sus películas de americanos medios el punto de vista religioso que suele ser crítico por mostrar a la Iglesia impotente – pura y formal palabrería - para salvar las almas y obligar así a “actuar”, a que sea el propio hombre quien resuelva sus dilemas.
De ahí que veamos justo antes del clímax final de Gran Torino al viejo Kowalski confesándose por fin ante el cura y que resulte intrascendente y en cambio en la siguiente escena el propio Kowalski deje encerrado a su amigo coreano y tras las rejas que los separan le confiese los errores que cometió en el pasado que tanto le torturan y que él mismo piensa solucionar.
Todo encaja a la perfección en la película, no es gratuito que comience con el entierro de la mujer de Kowalski. Muerta ella, que era su bálsamo y su espejismo, todas las pesadillas y pecados regresan y el protagonista debe pasar a la acción para acabar con ellos.
La sorprendente sensación de realismo que desprende Gran Torino forma parte de la estrategia del director para empatizar y llegar al alma del espectador y se fundamenta en una historia llena de tristeza y humor y unos personajes que se aman y se odian en toda su mediocridad.
Gran Torino afila el cuchillo con su visión nihilista del ser humano y de la sociedad contemporánea norteamericana, su ausencia de valores, su ausencia de compromiso, su juventud aletargada y corrupta, de ahí que el viejo xenófobo que odia a todos los extranjeros, que trabajó treinta años en la Ford y luchó por Norteamérica en la Guerra de Corea se sienta más ligado a sus enemigos, sus vecinos coreanos, que aún conservan sus tradiciones y cierta ingenuidad virginal que a sus propios hijos que han crecido bajo el signo decrépito del fiasco capitalista.
Y si somos lo que vivimos - lo es el monótono Watanabe de Vivir que tira su vida por el desagüe y lo son todos los personajes de Eastwood - también es cierto que las historias del director de Los puentes de Madison buscan la expiación de la culpa, la redención de la pena que no les deja vivir.
Por eso, porque hablamos de arrepentimiento, es crucial en sus películas de americanos medios el punto de vista religioso que suele ser crítico por mostrar a la Iglesia impotente – pura y formal palabrería - para salvar las almas y obligar así a “actuar”, a que sea el propio hombre quien resuelva sus dilemas.
De ahí que veamos justo antes del clímax final de Gran Torino al viejo Kowalski confesándose por fin ante el cura y que resulte intrascendente y en cambio en la siguiente escena el propio Kowalski deje encerrado a su amigo coreano y tras las rejas que los separan le confiese los errores que cometió en el pasado que tanto le torturan y que él mismo piensa solucionar.
Todo encaja a la perfección en la película, no es gratuito que comience con el entierro de la mujer de Kowalski. Muerta ella, que era su bálsamo y su espejismo, todas las pesadillas y pecados regresan y el protagonista debe pasar a la acción para acabar con ellos.
La sorprendente sensación de realismo que desprende Gran Torino forma parte de la estrategia del director para empatizar y llegar al alma del espectador y se fundamenta en una historia llena de tristeza y humor y unos personajes que se aman y se odian en toda su mediocridad.
Gran Torino afila el cuchillo con su visión nihilista del ser humano y de la sociedad contemporánea norteamericana, su ausencia de valores, su ausencia de compromiso, su juventud aletargada y corrupta, de ahí que el viejo xenófobo que odia a todos los extranjeros, que trabajó treinta años en la Ford y luchó por Norteamérica en la Guerra de Corea se sienta más ligado a sus enemigos, sus vecinos coreanos, que aún conservan sus tradiciones y cierta ingenuidad virginal que a sus propios hijos que han crecido bajo el signo decrépito del fiasco capitalista.