El debut en los largometrajes de este director americano ha sido con un producto digno y estimulante que incluso ganó un premio en el festival de Sundance.

Con una modesta puesta en escena (es una producción independiente con un presupuesto bajo y solo 20 días de rodaje), el autor consigue meternos en la piel de Frank y los males de la vejez como puede ser en este caso el asomo de los síntomas del Alzheimer.

Cuando una persona llega al punto de olvidar quién es, no recuerda su pasado y hasta el presente es huidizo, se le priva practicamente de su razón de vivir, del sentido de su existencia... es el caso contrario de la máquina, del robot, que tiene una enorme capacidad de recordarlo todo en su enorme disco duro, pero porque no es humano no puede tener identidad de sí mismo fuera del programa para el que está concebido, no tiene capacidad de elección ni de sentir afecto o amor por la vida.

En ese sentido Frank y el robot, son dos caras opuestas de la misma moneda, que se complementan y confabulan de manera intencionada cada uno para conseguir sus propias metas, en el caso del robot, aquéllas para lo que lo programaron.

Dulce y contenida historia, muy sencilla y sin efectos visuales (sólo el movimiento del robot que fue monotorizado, con una voz de las que llegan al alma y al cerebro), capaz de proporcionar una entretenida hora y media como reflexión además sobre la vejez y sobre la ética de usar las máquinas "sin corazón" para ponerlas al servicio de la esclavitud a los humanos necesitados.

Recomendable para una tranquila tarde de sobremesa saboreando una tibia taza de té.