Al poco de comenzar "Suburra" podemos ver a dos personajes torturando a un tipo atado a una silla, con un local ardiendo al fondo. Posiblemente esos dos personajes sean los menos inmorales e impresentables de una película por donde desfilan políticos corruptos, mafiosos de diverso pelaje, proxenetas finos y menos finos, prestamistas gitanos, conseguidores sin escrúpulos y curas ambiciosos que se relacionan entre sí, de forma directa o indirecta, unidos por el hilo conductor del reparto del jugoso pastel de la especulación inmobiliaria en una Roma oscura y decadente.

Todo ello se nos cuenta con nervio, con un ritmo bastante ágil que hace que no decaiga el interés a pesar del largo metraje y el gran número de personajes (unos mejor definidos, otros más esquemáticos) que toman parte en los acontecimientos. La puesta en escena es convincente, los diálogos bastante correctos, y las inevitables escenas violentas funcionan perfectamente y van de acuerdo al tono un poco tremendista del guión. Entretiene, plantea una crítica social bastante rabiosa, y tiene hasta momentos de cierto lirismo ácido, o de justicia poética si se prefiere (el ajuste de cuentas bajo la lluvia, el forcejeo del diputado con los manifestantes para llegar al parlamento).

No es, en todo caso, una cinta especialmente sutil, ni en el fondo ni en la forma, pero tampoco lo pretende. Y la sutileza, además de ser una de las pocas virtudes que le faltan, no tiene mucho espacio cuando se cuentan historias (tan reales) como esta.