La película que marca la iniciación de Fellini en el color es por cierto una maravilla visual, no sólo por el gran trabajo de fotografía y decorados sino por el ingente repertorio simbólico que refleja tan bien el universo psíquico, en este caso el de Giulietta. En esas ocasiones en que la conmoción acecha y se derrumban las seguridades personales es cuando los fantasmas de la psique -ocultos pero en silenciosa vigilancia- encuentran la oportunidad para emerger. Y así ocurre con Giulietta, cuyo mundo fastuoso e idílico está a punto de derrumbarse a causa de la sospecha de infidelidad hacia su marido. A partir de esto el film nos lleva a un viaje por un grandioso y mágico teatro de instancias y deslumbrantes imágenes, una galería fascinante que expone el alma de Giulietta y el abismo que se abre en su mundo, hasta allí feliz y perfecto. Comienzan para ella visiones amenazantes que anuncian lo que se viene. Deberá abrirse paso a través de una densa jungla psíquica de recelos, de miedos, de incertidumbre y desorientación, ayudada o entorpecida por los variopintos personajes que la rodean y por su convulsionado interior donde pululan los fantasmas de la autoridad paterna, las represiones, las improntas de su infancia, los impulsos instintivos, la contemplación del suicidio -cómo no- y también algunas influencias inspiradoras, salvíficas, como la imagen de su entrañable y transgresor abuelo.

Cómo no verse identificado, quién no ha debido luchar en algún momento de su vida adulta con instancias como ésas. Una película magnífica de forma y de fondo, quizás no de las más valoradas del gran genio italiano, pero ciertamente para no dejarla pasar.