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España España · Vilagarcía Arousa
Voto de María:
6
Drama Narra la historia de la preparación y del legendario enfrentamiento por el campeonato del mundo entre Bobby Fischer, campeón de ajedrez norteamericano, y el campeón soviético Boris Spassky. El duelo, que tuvo lugar en 1972, en plena Guerra Fría, fue mucho más que un conjunto de partidas para conquistar un campeonato; prueba de ello es que captó la atención televisada de todo el mundo. (FILMAFFINITY)
25 de agosto de 2016
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"Hacer retratos es, de alguna manera, coleccionar cadáveres"

Finalizada la segunda Guerra Mundial las políticas de represión se sucedieron entre convenientes pactos de no agresión y conspiraciones zurcidas tras telones de acero. Los debates ideológicos sobre la libertad intelectual y la responsabilidad que el arte debía adquirir para con la causa situaban a la Unión Soviética en la vanguardia de la literatura comprometida, al mismo tiempo que, desde Europa, se fraguaban -al amparo de reverenciales servicios de inteligencia- maniobras de contrainformación cultural. Berlín, Corea, Cuba, Vietnam. Bloque capitalista frente a bloque comunista: el mundo sin esquinas. Los presupuestos de defensa -esperanza para unos, amenaza para otros- se multiplicaban por cuatro en EEUU mientras que, paradójicamente y también argumentado motivos de seguridad, la dócil Laika era enviada al espacio en misión suicida. La Guerra Fría, silente y sucia cobraba notoriedad internacional perdiendo el hilo de revueltas populares reprimidas y convincente propaganda militar.

Es en esa estrecha realidad -en ese contexto robustamente acordonado por el estratégico efecto dominó- cuando un adolescente Robert James Fischer exhibe, prodigándose en modestos clubs neoyorkinos, las primeras muestras de su extraordinario y temprano talento como ajedrecista. Sus altas capacidades, presumiblemente heredadas del que la Historia supone fue su padre, el reconocido físico húngaro Paul Nemenyi, y una personalidad extremadamente inestable acabaron perfilando la leyenda de un genio entregado a su obsesión. De un ser humano atormentado por sus propios demonios. De una prodigiosa figura a la que Edward Zwick (pudo haber sido David Fincher), quizá asfixiado por la urgencia del entretenimiento -principal engullidor de toda ambición creativa- varios documentales, biografías y biopics después, no ha sabido re-retratar con la trascendencia a la que un re-retrato debería asistir.

El collage de desvaríos, mareas emocionales y episodios psicóticos, traídos y llevados convulsamente por la emergencia de esa narración anodina y desvaída no logra proyectar credibilidad sobre la vaga lectura que el director hace de su protagonista, presentándole como ese ser intratable, cambiante e inmaduro que sí fue pero que no significó; disolviéndole entre ligerezas y vaguedades; y abreviando su relevancia existencial a una caprichosa actitud destacada ya desde las primeras escenas, donde el pequeño Bobby se nos anuncia cual víctima inadaptada de una castradora figura materna hacia la que no parece sentir más que una profunda desafección.
La escasa corpulencia de ese subdesarrollo, urdido entre el esquema rancio y el planteamiento desidioso, acaba redimensionando su recorrido profesional en favor del personal, y fragmentando la historia de manera desigual: la segunda parte de la cinta se precipita frenéticamente sobre el relato tras un abultadísimo tramo inicial, pasando de la sobreinformación a la aspereza más enteca y dando como resultado el absoluto colapso de los tiempos en una abrupta y balbuceante recreación del mundiamente conocido como Match del Siglo de 1972, donde Fischer vencía a Spassky tras un polémico duelo en el que EEUU y La Unión Soviética dirimieron asuntos mucho más ministeriales y administrativos que los intereses individuales de dos de sus jugadores más célebres.
Sorteadas las licencias mal disimuladas (exigencias del melodrama) y esa presunta conciencia de clase entre protagonista y secundarios de la que los biopics enfermaron hace demasiados biopics -con excepciones, por supuesto, porque no todos los infiernos arden a la misma temperatura- la puesta en escena nos sabe sobria y competente. Precisa y concisa. Confusa pero convincente. Las imágenes de archivo compensan (al menos lo intentan) la falta de rigor con que la dirección/disección subestima la travesía vital de su protagonista. La música enfatiza el carácter testimonial que debió prevalecer en las intenciones de un proyecto reducido a restrictivas percepciones parciales, y las actuaciones principales elevan a la categoría de “medianamente aceptable” el resultado de una producción adulterada y fraudulenta, consecuencia de un estilo artificial que la emparenta directamente con lo peor de sus congéneres: The theory of everything y The iron lady.

Tienen en común Phyllida Lloyd, James Marsch y el mismo Zwyck la evidente desesperación por ajustar la realidad a su voluntad, enfrentando para ello -con voz elocuente e indiciaria, aunque nunca definitiva- a dos viejas enemigas: maría veracidad y juana verosimilitud, que más que conjugarse ante el objetivo común, se confunden en permanente duelo. Forcejeo que se salda tanto con el desgaste de la credibilidad del espectador como con la pérdida de identidad del personaje biografiado y de su singularidad, verdaderas reinas de esta partida.

Cientoveinte minutos necesita El caso Fischer para escoger entre empequeñecer o embellecer la historia de quien, incapaz de concebir la existencia más allá de un tablero hizo del ajedrez su destino; para definirse como documento necesario y para dotarla de magnitud y trascendencia. Dos horas de imposturas que enmascaran la esencia de un personaje que, a pesar de los encomiables esfuerzos de Maguire (también productor ejecutivo), se queda en la superficialidad de la apariencia, que no falsedad, ojo. No mostrar no es engañar, es mentir sólo a medias. Pero un hombre que dice medias mentiras no podrá jamás saber donde está la verdad.
María
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