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Voto de Archilupo:
8
Intriga. Thriller. Drama En un pequeño pueblo francés, durante la celebración de una boda, la maestra Helene y el carnicero Popaul entablan conversación. Ella, a pesar de su juventud y belleza, vive como una monja en el segundo piso de la escuela. Él es un hombre muy gentil que sufre terribles pesadillas provocadas por recuerdos de la guerra. Cuando empieza a surgir una relación sentimental entre ellos, dos mujeres aparecen brutalmente apuñaladas en el bosque. (FILMAFFINITY)  [+]
17 de marzo de 2011
58 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los ingredientes son negros. En un pueblo del Périgord, crímenes estremecedores: niñas asesinadas. Pueblo corriente, con uno de sus ritos sociales comienza la película. Vemos 15 minutos a los vecinos en un banquete de boda. En grandes mesas comunales festejan a los novios. Escenas típicas: cantan, bailan música de orquestilla, pronto achispados todos.
A la maestra le toca junto al carnicero y charlan desenfadados.
Siguen conversando un rato al salir, en sintonía aunque no pueden ser más distintos.
Sus frases escuetas los retratan.
Ningún signo es malo, contesta ella sonriente cuando él dice que Escorpio es mal signo.
Le he traído una pierna, dice él al presentarse con un obsequio de su carnicería.

Antes, Chabrol da una clave en los créditos. Los nombres se superponen a pinturas rupestres y cavernas con estalactitas, junto a inquietante música atonal que se mantendrá durante toda la película, como recordatorio de lo primitivo.
Después, la maestra lleva a los niños de excursión a unas grutas prehistóricas. En reconocimiento de ese factor primitivo, ella aboga por los ancestros que allí vivieron.
La inteligencia del cromañón era humana, les explica.

El carnicero trocea técnicamente animales. Relata su pavorosa experiencia militar en Indochina: un asco, una verdadera porquería. Su alma se pudrió allí, se nota en cómo habla de las matanzas y los cadáveres. Pero se acerca mansa y devotamente a la maestra. Por qué no tiene novio, le pregunta.

La situación es enseguida tremenda. La gente por la calle y en las tiendas habla de los crímenes, del movimiento de gendarmes. Hay un entierro, multitudinario como la boda. Paraguas negros. Andar lento, tan demorado como el ritmo gélido, las tomas y color fríos, las campanadas esporádicas.

Todos los ingredientes negros están ya planteados cuando aparece el comisario, nervioso, incontinente. Pero hay algo más.
Chabrol abre el foco temático en el personaje femenino, de tal amplitud que encarna al espíritu humano, su poder evolutivo y su capacidad de comprensión al contemplar serenamente y sin juzgarlo el fondo primitivo del hombre, la raíz patológica del crimen, la obsesión enfermiza con la sangre, digno de compasión por atroz que sea.
Compasión a la que Chabrol da rasgo oriental, según se muestra en determinada escena, pese a que la vida del pueblo discurre en ambiente católico.
Compasión que gracias a una maravillosa Stéphane Audran (esposa de Chabrol entonces) no se formula con palabras sino con la profundidad de su mirada, así como con la atmósfera indescriptible de algunas escenas: la suma parsimoniosa de noche, ventana, voces que llaman, plaza desierta, campanadas tétricas y cerrojos; o esa toma subjetiva que capta espectralmente el camino iluminado por los faros del coche según éste avanza, los árboles de los flancos recortados contra las tinieblas por la luz móvil, mientras brilla en el abismo un alma moribunda.
Como en las novelas rusas, pero en imagen en vez de con palabras.
Archilupo
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