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Voto de Ludovico:
10
8,1
35.747
Drama
Suecia, mediados del siglo XIV. La Peste Negra asola Europa. Tras diez años de inútiles combates en las Cruzadas, el caballero sueco Antonius Blovk y su leal escudero regresan de Tierra Santa. Blovk es un hombre atormentado y lleno de dudas. En el camino se encuentra con la Muerte que lo reclama. Entonces él le propone jugar una partida de ajedrez, con la esperanza de obtener de Ella respuestas a las grandes cuestiones de la vida: la ... [+]
4 de julio de 2017
20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dios, la muerte y el sentido de la existencia es el tema de esta película de Bergman. El protagonista, Antonius Block, cree —o quiere creer— en Dios, pero tiene dudas, y su razón busca certezas. Pretende que Dios se le muestre, quiere verlo, oírlo y hasta tocarlo. Actitud idolátrica, pues, si Dios es algo, es quizá una fuerza misteriosa, inasible, incomprensible, en el fondo de cada uno; una fuerza sin rostro que, a lo sumo, promueve una cierta orientación de la vida, evoca vagamente alguna forma superior de realidad y sugiere, de forma negativa, lo que no debe ser. El caballero no lo entiende así, y muere implorando en vano a su Dios-ídolo, ante la recriminación de su escudero por no ser capaz de afrontar el momento decisivo con la necesaria entereza. Hay que reconocerle, en todo caso, la honradez para vivir con sus dudas sin ceder a la tranquilizadora creencia, fabricada a tal fin.
El escudero, racionalista, pragmático, vive al margen de la creencia religiosa; es un humanista, se rebela contra el fanatismo, la superstición y la injusticia. Cree tener respuestas claras para todo, pero su propia claridad lo hace sospechoso. Como tantos ateos modernos, hace de la increencia su creencia, agarrado a su ateísmo como otros se agarran a su Dios; ahora bien, es consecuente cuando la muerte llega. La aceptación estoica del final indica que al menos alguna verdad hay en su contemplación de la vida sub especie mortis. Frente a la muerte, Jöns pone de manifiesto un cierto grado de autenticidad. Queda por saber si ese heideggeriano ser-libre-para-la-muerte puede ser o no trascendido por un ser-libre-para-más-allá-de-la-muerte, que acaso haría posible una experiencia superior.
Están también los flagelantes y quienes, sin valor suficiente para unirse a ellos, se identifican no obstante con su espíritu. Sometimiento absoluto de la razón a la creencia, que Bergman presenta esquemáticamente, tal vez porque no es una actitud que le interese en especial.
Como cuarta opción existencial, la familia de titiriteros encarna una vida de amor, sencillez y bondad, una religiosidad en apariencia inocente, despreocupada de las abstrusas complejidades de la mente. Como el caballero y su escudero, flagelantes y juglares están en una relación de polaridad recíproca, como queda patente cuando el canto alegre de los segundos es acallado por los cánticos amenazantes de los primeros y una representación es sustituida por la otra. En la pareja de juglares, una diferencia importante: Jof es un visionario, tiene capacidad de ver lo que ni su mujer ni los demás pueden ver.
Junto a otros personajes, menos definidos, está la muchacha sin nombre, supuestamente muda, aunque al final resulte no serlo —¿precedente de la Elizabeth Vogler de «Persona»?—, y que, curiosamente (no sé si significativamente) no forma parte de la famosa danza final de la Muerte. Quizá tipifica la actitud expectante de quien ni afirma ni niega, y, sabiendo que no sabe, conserva la serenidad sin hundirse en la angustia.
La reflexión sobre Dios queda abierta, pero el problema no está en su conclusión o inconclusión, sino en sus presupuestos. Bergman no va más allá de la idea de un Ente supremo, creador, regente y juez del universo, de marcado carácter extracósmico; en definitiva, un Dios institucional, primario, que no difiere mucho del de la religiosidad popular. Se diría que Bergman no pudo traspasar los límites de la convencional educación religiosa recibida en el seno familiar, y, cuando renuncie a su particular visión de Dios, renunciará también a Dios. Por eso sus reflexiones «teológicas» me parecen de un valor limitado y no creo que sea exactamente ahí donde hay que buscar el interés fundamental de su cine.
En este punto, es difícil evitar la comparación con «Sacrificio» de Tarkovski. La idea de Dios que ambos directores manejan en sus respectivas películas —dos excepcionales obras de arte, en mi opinión— es similarmente limitada: casi un Dios de catecismo. Pero Tarkovski se identifica con esa imagen, mientras que Bergman la cuestiona. Distanciamiento que generará en el cineasta sueco serias dudas sobre la posibilidad de conocer. Consciente de la dificultad, se mostrará cauto, y, en general, no formulará en sus films afirmaciones o negaciones demasiado rotundas sobre tan prolijas cuestiones.
El planteamiento de la muerte es igualmente discutible. No se puede plantear seriamente el tema partiendo de que se trata de algo inevitablemente «malo». La visión negativa de la muerte es perfectamente natural, pero nada más que eso: el resultado de un mero instinto biológico, reforzado ahora culturalmente por un vitalismo materialista para el que no hay más existencia que la conocida. Difícil sostener desde ahí un planteamiento espiritual serio. No hay quizá contradicción más chirriante que la lamentación de los creyentes de cualquier religión por la realidad ineludible de la muerte. Se diría que, para ellos, una muerte eterna reduce la vida eterna a la nada, convirtiendo al apocalipsis en mero escenario de terror, cuando se supone que debería ser —al menos con la misma intensidad— un motivo de esperanza.
Bergman participa de esa contradicción, y de forma, además, especialmente redundante: como si fuera posible escapar a la muerte, pretende «salvar» (?) de ella a los titiriteros. ¡Como si el aplazamiento de unos meses o unos años (y aun de siglos o milenios) significase algo ante la posible eternidad de la muerte! Se ha achacado a Bergman una cierta simpleza en el desenlace, por lo que tiene de alegato en pro de una fe primaria y una bondad ingenua. Pero no es ahí donde está el problema. La bondad sencilla como norma puede no ser una conclusión simplista, sobre todo si se accede a ella tras descartar como inviable todo intento de resolución racional. Además, no se puede olvidar que Jof es, como rasgo más determinante, un visionario, con una conciencia muy clara de sus visiones:
[→ spoiler]
El escudero, racionalista, pragmático, vive al margen de la creencia religiosa; es un humanista, se rebela contra el fanatismo, la superstición y la injusticia. Cree tener respuestas claras para todo, pero su propia claridad lo hace sospechoso. Como tantos ateos modernos, hace de la increencia su creencia, agarrado a su ateísmo como otros se agarran a su Dios; ahora bien, es consecuente cuando la muerte llega. La aceptación estoica del final indica que al menos alguna verdad hay en su contemplación de la vida sub especie mortis. Frente a la muerte, Jöns pone de manifiesto un cierto grado de autenticidad. Queda por saber si ese heideggeriano ser-libre-para-la-muerte puede ser o no trascendido por un ser-libre-para-más-allá-de-la-muerte, que acaso haría posible una experiencia superior.
Están también los flagelantes y quienes, sin valor suficiente para unirse a ellos, se identifican no obstante con su espíritu. Sometimiento absoluto de la razón a la creencia, que Bergman presenta esquemáticamente, tal vez porque no es una actitud que le interese en especial.
Como cuarta opción existencial, la familia de titiriteros encarna una vida de amor, sencillez y bondad, una religiosidad en apariencia inocente, despreocupada de las abstrusas complejidades de la mente. Como el caballero y su escudero, flagelantes y juglares están en una relación de polaridad recíproca, como queda patente cuando el canto alegre de los segundos es acallado por los cánticos amenazantes de los primeros y una representación es sustituida por la otra. En la pareja de juglares, una diferencia importante: Jof es un visionario, tiene capacidad de ver lo que ni su mujer ni los demás pueden ver.
Junto a otros personajes, menos definidos, está la muchacha sin nombre, supuestamente muda, aunque al final resulte no serlo —¿precedente de la Elizabeth Vogler de «Persona»?—, y que, curiosamente (no sé si significativamente) no forma parte de la famosa danza final de la Muerte. Quizá tipifica la actitud expectante de quien ni afirma ni niega, y, sabiendo que no sabe, conserva la serenidad sin hundirse en la angustia.
La reflexión sobre Dios queda abierta, pero el problema no está en su conclusión o inconclusión, sino en sus presupuestos. Bergman no va más allá de la idea de un Ente supremo, creador, regente y juez del universo, de marcado carácter extracósmico; en definitiva, un Dios institucional, primario, que no difiere mucho del de la religiosidad popular. Se diría que Bergman no pudo traspasar los límites de la convencional educación religiosa recibida en el seno familiar, y, cuando renuncie a su particular visión de Dios, renunciará también a Dios. Por eso sus reflexiones «teológicas» me parecen de un valor limitado y no creo que sea exactamente ahí donde hay que buscar el interés fundamental de su cine.
En este punto, es difícil evitar la comparación con «Sacrificio» de Tarkovski. La idea de Dios que ambos directores manejan en sus respectivas películas —dos excepcionales obras de arte, en mi opinión— es similarmente limitada: casi un Dios de catecismo. Pero Tarkovski se identifica con esa imagen, mientras que Bergman la cuestiona. Distanciamiento que generará en el cineasta sueco serias dudas sobre la posibilidad de conocer. Consciente de la dificultad, se mostrará cauto, y, en general, no formulará en sus films afirmaciones o negaciones demasiado rotundas sobre tan prolijas cuestiones.
El planteamiento de la muerte es igualmente discutible. No se puede plantear seriamente el tema partiendo de que se trata de algo inevitablemente «malo». La visión negativa de la muerte es perfectamente natural, pero nada más que eso: el resultado de un mero instinto biológico, reforzado ahora culturalmente por un vitalismo materialista para el que no hay más existencia que la conocida. Difícil sostener desde ahí un planteamiento espiritual serio. No hay quizá contradicción más chirriante que la lamentación de los creyentes de cualquier religión por la realidad ineludible de la muerte. Se diría que, para ellos, una muerte eterna reduce la vida eterna a la nada, convirtiendo al apocalipsis en mero escenario de terror, cuando se supone que debería ser —al menos con la misma intensidad— un motivo de esperanza.
Bergman participa de esa contradicción, y de forma, además, especialmente redundante: como si fuera posible escapar a la muerte, pretende «salvar» (?) de ella a los titiriteros. ¡Como si el aplazamiento de unos meses o unos años (y aun de siglos o milenios) significase algo ante la posible eternidad de la muerte! Se ha achacado a Bergman una cierta simpleza en el desenlace, por lo que tiene de alegato en pro de una fe primaria y una bondad ingenua. Pero no es ahí donde está el problema. La bondad sencilla como norma puede no ser una conclusión simplista, sobre todo si se accede a ella tras descartar como inviable todo intento de resolución racional. Además, no se puede olvidar que Jof es, como rasgo más determinante, un visionario, con una conciencia muy clara de sus visiones:
[→ spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
«Te digo que ha sido realidad; pero se trata de otra clase de realidad, muy distinta a la que tú ves a diario», le dice a su mujer; «otra clase de realidad» que aparece cuando el tiempo se detiene y la sucesión deja paso a la simultaneidad. Él lo sabe, de un modo u otro, y así lo expresa al formular el deseo sobre el futuro de su hijo, que será capaz de realizar «el único número imposible»: una de las bolas se quedará inmóvil en el aire; lo cual es tanto como decir que será capaz de detener el tiempo. Y es precisamente la capacidad visionaria de Jof, más que su bondad inocente, lo que «salva» a la familia de titiriteros, pues es la visión del caballero jugando al ajedrez con la muerte —que solo él percibe— lo que les incita a escapar.
Claro está, si la inocencia no salva de la muerte, tampoco lo hace la capacidad visionaria. ¿Existiría la posibilidad de entender esa muerte en un sentido metafórico, como mera «muerte espiritual»? Difícil, pues su presencia física —capa negra, capucha, imagen buscadamente arquetípica— es demasiado imponente, y además, no da la impresión de que el caballero —se comparta o no su postura— esté «espiritualmente muerto», como tampoco el escudero Jöns, lo que tornaría problemático ese desenlace.
No son la capacidad visionaria, la bondad y la inocencia las únicas cualidades que encontramos en el juglar. Jof tiene un conocimiento real, aunque no sea de orden erudito. Reconoce con humildad su insignificancia y la mediocridad de su arte, mientras que el caballero, en su arrogancia, no ve la estupidez de la empresa a la que ha dedicado diez años de su vida (que le será recordada por su escudero); conocimiento de sí y capacidad visionaria nos sitúan lejos de la «fe del carbonero». Aunque la idea de salvarlos de la muerte sea absurda, la preferencia de Bergman por los titiriteros no puede ser identificada, sin más, con un ingenuo naturalismo de corte rousseauniano.
En torno a ellos se desarrolla la única experiencia luminosa que vive el caballero a lo largo del film: la escena de las fresas, que señala una apertura hacia la trascendencia por una vía no religiosa. En torno a un cuenco de fresas silvestres y leche, Antonius Block, en comunión con la familia de juglares, el escudero y la muchacha muda, pronuncia estas palabras: «Siempre recordaré este día [...] me bastará este recuerdo, como una revelación». El caballero intuye que el recuerdo del presente puede desempeñar una función reveladora en el futuro; conoce la capacidad soteriológica del tiempo para crear y otorgar sentido, y celebra el presente, más que por lo que es, por lo que está llamado a ser, por su posibilidad de convertirse en recuerdo-icono, es decir, de eternizarse. Así, cuando se sienta arrastrado por la vorágine del tiempo destructor, ese recuerdo icónico podrá ofrecerle la experiencia salvadora del tiempo creador: modalidad intensiva del tiempo —que conduce a la eternidad—, frente a la modalidad lineal —que conduce a la muerte—, tema central de «Fresas salvajes», el siguiente film de Bergman.
Las observaciones críticas aquí contenidas no pretenden poner en cuestión la película en su condición de obra de arte, sino, antes bien, salvaguardarla. El arte es una cosa, y la filosofía, otra. Bach tiene cantatas excelsas con textos, al parecer, mediocres. «El séptimo sello» no es, ni puede ser, un ensayo filosófico. Es una película que nos plantea la experiencia de unos personajes con actitudes vitales diversas ante la muerte. No son sabios, y el suyo, por tanto, no es un discurso sapiencial, pero evoca aspectos de la condición humana que son parte necesaria de nuestra experiencia. Es la capacidad del film para romper sus límites y abrir un espacio más allá de las fronteras del texto, un espacio no verbal, capaz de servir de matriz a posibilidades no expresadas, y que a cada espectador corresponde cultivar, lo que constituye su magia, su misterio, y lo convierte en una excepcional obra de arte.
Claro está, si la inocencia no salva de la muerte, tampoco lo hace la capacidad visionaria. ¿Existiría la posibilidad de entender esa muerte en un sentido metafórico, como mera «muerte espiritual»? Difícil, pues su presencia física —capa negra, capucha, imagen buscadamente arquetípica— es demasiado imponente, y además, no da la impresión de que el caballero —se comparta o no su postura— esté «espiritualmente muerto», como tampoco el escudero Jöns, lo que tornaría problemático ese desenlace.
No son la capacidad visionaria, la bondad y la inocencia las únicas cualidades que encontramos en el juglar. Jof tiene un conocimiento real, aunque no sea de orden erudito. Reconoce con humildad su insignificancia y la mediocridad de su arte, mientras que el caballero, en su arrogancia, no ve la estupidez de la empresa a la que ha dedicado diez años de su vida (que le será recordada por su escudero); conocimiento de sí y capacidad visionaria nos sitúan lejos de la «fe del carbonero». Aunque la idea de salvarlos de la muerte sea absurda, la preferencia de Bergman por los titiriteros no puede ser identificada, sin más, con un ingenuo naturalismo de corte rousseauniano.
En torno a ellos se desarrolla la única experiencia luminosa que vive el caballero a lo largo del film: la escena de las fresas, que señala una apertura hacia la trascendencia por una vía no religiosa. En torno a un cuenco de fresas silvestres y leche, Antonius Block, en comunión con la familia de juglares, el escudero y la muchacha muda, pronuncia estas palabras: «Siempre recordaré este día [...] me bastará este recuerdo, como una revelación». El caballero intuye que el recuerdo del presente puede desempeñar una función reveladora en el futuro; conoce la capacidad soteriológica del tiempo para crear y otorgar sentido, y celebra el presente, más que por lo que es, por lo que está llamado a ser, por su posibilidad de convertirse en recuerdo-icono, es decir, de eternizarse. Así, cuando se sienta arrastrado por la vorágine del tiempo destructor, ese recuerdo icónico podrá ofrecerle la experiencia salvadora del tiempo creador: modalidad intensiva del tiempo —que conduce a la eternidad—, frente a la modalidad lineal —que conduce a la muerte—, tema central de «Fresas salvajes», el siguiente film de Bergman.
Las observaciones críticas aquí contenidas no pretenden poner en cuestión la película en su condición de obra de arte, sino, antes bien, salvaguardarla. El arte es una cosa, y la filosofía, otra. Bach tiene cantatas excelsas con textos, al parecer, mediocres. «El séptimo sello» no es, ni puede ser, un ensayo filosófico. Es una película que nos plantea la experiencia de unos personajes con actitudes vitales diversas ante la muerte. No son sabios, y el suyo, por tanto, no es un discurso sapiencial, pero evoca aspectos de la condición humana que son parte necesaria de nuestra experiencia. Es la capacidad del film para romper sus límites y abrir un espacio más allá de las fronteras del texto, un espacio no verbal, capaz de servir de matriz a posibilidades no expresadas, y que a cada espectador corresponde cultivar, lo que constituye su magia, su misterio, y lo convierte en una excepcional obra de arte.