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Voto de Ludovico:
10
8,1
6.414
Drama
Dinamarca, 1623. En plena caza de brujas, Absalom, un viejo sacerdote, promete a una mujer condenada a muerte que salvará a su hija Anne de la hoguera si la joven accede a casarse con él. Según la ley, las descendientes de las brujas también deben arder en una pira. Meret, la anciana madre de Absalom, desaprueba desde el principio el matrimonio. Cuando Martin, el hijo de Absalom, regresa a casa para conocer a su madrastra, se enamorará ... [+]
2 de diciembre de 2015
33 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tema central en la cinematografía de Dreyer, y muy específicamente en “Dies Irae”, es, en mi opinión, el tema de la libertad; pero no en el sentido sociopolítico al que habitualmente ese concepto se reduce en nuestros días, sino en sentido metafísico: la posibilidad o no —primero— de una libertad radical de la conciencia, es decir, lo que tradicionalmente se ha llamado libre albedrío o libre arbitrio, y —segundo— la posibilidad o no de su construcción y desarrollo en el marco de las estructuras sociales.
Si en cuanto a lo primero el cineasta danés siempre se mostró indeciso (lo vemos también en “Gertrud”, su última película, que me parece formar un díptico con “Dies Irae”), es mucho más categórico en cuanto a lo segundo: en la medida en que las energías creativas de la imaginación y la intuición puedan existir, serán necesariamente reprimidas por las estructuras sociales. Por eso, ver en esta película una mera crítica de la institución eclesiástica, la religión, el fanatismo, etc., me parece reduccionismo ideológico. No estamos ante una historia de buenos y malos. Los personajes de Dreyer se mueven casi siempre en la vaguedad, la ambivalencia, en una cierta indefinición ontológica. ¿Es Anne realmente una bruja?, se preguntan algunos (y si no lo hacen puede ser simplemente porque la estrechez racionalista pone su veto a la pregunta)... Después de todo, las invocaciones de Anne cuando piensa en Martin y en Absalón son de una eficacia fulminante, y están, además, sus últimas palabras al final del film. ¿Entonces?...
Evidentemente, al ser Anne un personaje de ficción, esa pregunta solo podría tener sentido si se reformulara de este modo: ¿considera Dreyer que Anne es una bruja? (Y lo mismo podría plantearse con respecto a Marte). Pero Dreyer no quiere responderla. Ahora bien, tampoco se desentiende de ella, y juega manifiestamente al equívoco con objeto de suscitar la duda. Parece que, en un primer nivel, Dreyer quiere mostrar que las cosas nunca están tan claras como parecen, que toda situación engendra una posibilidad de lecturas diferentes o incluso opuestas. La pretensión de desvelar todos los enigmas para llegar a planteamientos claros y distintos de lo real (que lleva a gran parte de los espectadores de cine a cifrar el interés de una historia en saber “cómo acaba”) es pura ingenuidad. Probablemente el conocimiento no pueda aspirar a conseguir respuestas, sino tan solo a abrirse a nuevos y más profundos interrogantes.
Pero en un segundo nivel, si Dreyer no quiere responder a esa pregunta es porque no es eso lo que fundamentalmente le interesa. La cuestión esencial aquí es que el despliegue de las energías vitales, imaginativas, creadoras, mercuriales, eróticas en el sentido más amplio, de Anne (y de Marte), ya vengan del cielo o del infierno, atentan contra el orden social —no solo eclesiástico—, y eso la sociedad no puede tolerarlo; y no es que no quiera, sino que, sencillamente, no puede. Lo mismo se plantea en “Gertrud” y allí no estamos en el siglo XVII, ni hay Inquisición ni Iglesia de por medio. En realidad, Freud ya lo había propuesto de forma primaria al afirmar que las estructuras sociales sólo pueden construirse sobre la represión de los instintos individuales; pero, con una cierta miopía positivista, Freud había expropiado al problema su dimensión metafísica, que es la que Dreyer recupera en su obra. No es un problema sociopolítico: cuál sea la ideología particular que determine ese sistema social es más o menos irrelevante. Sin excepción, toda estructura colectiva acaba mostrando, antes o después, su totalitarismo intrínseco.
Las simpatías del espectador irán mayoritariamente hacia Marte y Anne —que, por cierto, preocupada solo por su propia felicidad, no se muestra precisamente comprensiva con la situación de Martin—, y, en consecuencia, a Martin, Absalon y Merete les toca ser los receptores de las antipatías de la mayoría. Reacción emotiva tan primaria como injustificada: Merete es sencillamente una madre que ama a su hijo y ve en peligro su felicidad; Absalon, a su manera bienintencionado, sin duda ama a Anne y es más inconsciente que perverso; y Martin está en un callejón sin salida, apresado en el cruel dilema de elegir entre el amor a Anne y el amor a su padre. Dreyer, como siempre en sus últimos films, se muestra comprensivo con todos sus personajes. Aquí no hay nadie a quien echar la culpa de nada. Los problemas humanos no radican en las actitudes individuales, y menos aún en las ideologías. Los problemas surgen de lo más hondo de la naturaleza humana.
En “Gertrud”, Dreyer planteará, veinte años más tarde, la salida para vivir sin someterse a las exigencias de lo colectivo —es decir para vivir y no solo sobrevivir— y no acabar en la hoguera: aceptar estoicamente la «irremisible soledad del alma» y situarse, tanto como sea posible, al margen de lo social, algo que Gertrud comprenderá pero que Anne no quiere, no sabe o no puede asumir; lo mismo, por lo demás, que nos ocurre a la mayor parte de los humanos. En general, es complicado encontrarse una cueva en la que subsistir de forma razonable.
(Acabo en el spoiler)
Si en cuanto a lo primero el cineasta danés siempre se mostró indeciso (lo vemos también en “Gertrud”, su última película, que me parece formar un díptico con “Dies Irae”), es mucho más categórico en cuanto a lo segundo: en la medida en que las energías creativas de la imaginación y la intuición puedan existir, serán necesariamente reprimidas por las estructuras sociales. Por eso, ver en esta película una mera crítica de la institución eclesiástica, la religión, el fanatismo, etc., me parece reduccionismo ideológico. No estamos ante una historia de buenos y malos. Los personajes de Dreyer se mueven casi siempre en la vaguedad, la ambivalencia, en una cierta indefinición ontológica. ¿Es Anne realmente una bruja?, se preguntan algunos (y si no lo hacen puede ser simplemente porque la estrechez racionalista pone su veto a la pregunta)... Después de todo, las invocaciones de Anne cuando piensa en Martin y en Absalón son de una eficacia fulminante, y están, además, sus últimas palabras al final del film. ¿Entonces?...
Evidentemente, al ser Anne un personaje de ficción, esa pregunta solo podría tener sentido si se reformulara de este modo: ¿considera Dreyer que Anne es una bruja? (Y lo mismo podría plantearse con respecto a Marte). Pero Dreyer no quiere responderla. Ahora bien, tampoco se desentiende de ella, y juega manifiestamente al equívoco con objeto de suscitar la duda. Parece que, en un primer nivel, Dreyer quiere mostrar que las cosas nunca están tan claras como parecen, que toda situación engendra una posibilidad de lecturas diferentes o incluso opuestas. La pretensión de desvelar todos los enigmas para llegar a planteamientos claros y distintos de lo real (que lleva a gran parte de los espectadores de cine a cifrar el interés de una historia en saber “cómo acaba”) es pura ingenuidad. Probablemente el conocimiento no pueda aspirar a conseguir respuestas, sino tan solo a abrirse a nuevos y más profundos interrogantes.
Pero en un segundo nivel, si Dreyer no quiere responder a esa pregunta es porque no es eso lo que fundamentalmente le interesa. La cuestión esencial aquí es que el despliegue de las energías vitales, imaginativas, creadoras, mercuriales, eróticas en el sentido más amplio, de Anne (y de Marte), ya vengan del cielo o del infierno, atentan contra el orden social —no solo eclesiástico—, y eso la sociedad no puede tolerarlo; y no es que no quiera, sino que, sencillamente, no puede. Lo mismo se plantea en “Gertrud” y allí no estamos en el siglo XVII, ni hay Inquisición ni Iglesia de por medio. En realidad, Freud ya lo había propuesto de forma primaria al afirmar que las estructuras sociales sólo pueden construirse sobre la represión de los instintos individuales; pero, con una cierta miopía positivista, Freud había expropiado al problema su dimensión metafísica, que es la que Dreyer recupera en su obra. No es un problema sociopolítico: cuál sea la ideología particular que determine ese sistema social es más o menos irrelevante. Sin excepción, toda estructura colectiva acaba mostrando, antes o después, su totalitarismo intrínseco.
Las simpatías del espectador irán mayoritariamente hacia Marte y Anne —que, por cierto, preocupada solo por su propia felicidad, no se muestra precisamente comprensiva con la situación de Martin—, y, en consecuencia, a Martin, Absalon y Merete les toca ser los receptores de las antipatías de la mayoría. Reacción emotiva tan primaria como injustificada: Merete es sencillamente una madre que ama a su hijo y ve en peligro su felicidad; Absalon, a su manera bienintencionado, sin duda ama a Anne y es más inconsciente que perverso; y Martin está en un callejón sin salida, apresado en el cruel dilema de elegir entre el amor a Anne y el amor a su padre. Dreyer, como siempre en sus últimos films, se muestra comprensivo con todos sus personajes. Aquí no hay nadie a quien echar la culpa de nada. Los problemas humanos no radican en las actitudes individuales, y menos aún en las ideologías. Los problemas surgen de lo más hondo de la naturaleza humana.
En “Gertrud”, Dreyer planteará, veinte años más tarde, la salida para vivir sin someterse a las exigencias de lo colectivo —es decir para vivir y no solo sobrevivir— y no acabar en la hoguera: aceptar estoicamente la «irremisible soledad del alma» y situarse, tanto como sea posible, al margen de lo social, algo que Gertrud comprenderá pero que Anne no quiere, no sabe o no puede asumir; lo mismo, por lo demás, que nos ocurre a la mayor parte de los humanos. En general, es complicado encontrarse una cueva en la que subsistir de forma razonable.
(Acabo en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Me he quedado sin espacio y no he hablado de lo que, en realidad, me parece lo más importante en el cine de Dreyer: el estilo. No importa. No soy experto en la materia y aunque perciba y me anonade la excepcional belleza formal del cine de Dreyer, me resultaría difícil analizarla en los elementos que la configuran. En todo caso, no hace falta ser experto para darse cuenta de que Dreyer se expresa con un lenguaje cinematográfico completamente ajeno a los convencionalismos, tan eficaces como vacuos, tan espectaculares como enajenantes, del cine de Hollywood, convertido ya en modelo universal.
En el cine de Dreyer el estilo no es un problema técnico que haya que manejar con habilidad para hacer avanzar una historia con soltura, como ocurre en el convencional cine-espectáculo (que la ira de los dioses se abata sobre este). En los grandes artistas, el estilo es, en sí mismo, creación de sentido, pero no solo de sentido literal o conceptual; pienso más bien en el sentido profundo de la belleza, que no es esteticismo epidérmico que satisfaga al gusto, sino —apelando a lo que más o menos dijo Platón— “resplandor luminoso de la verdad”, que impacta más en el alma que en el cerebro: capacidad para provocar una conmoción integral por medio de la forma, que solo los genios, como Dreyer, poseen. Y me viene a la cabeza la frase de Oscar Wilde con que Susan Sontag encabeza su ensayo “Contra la interpretación”: “Solo las personas superficiales no juzgan por las apariencias”. Lo que no sé si dijo Wilde es que puede no ser fácil ver realmente las apariencias.
En el cine de Dreyer el estilo no es un problema técnico que haya que manejar con habilidad para hacer avanzar una historia con soltura, como ocurre en el convencional cine-espectáculo (que la ira de los dioses se abata sobre este). En los grandes artistas, el estilo es, en sí mismo, creación de sentido, pero no solo de sentido literal o conceptual; pienso más bien en el sentido profundo de la belleza, que no es esteticismo epidérmico que satisfaga al gusto, sino —apelando a lo que más o menos dijo Platón— “resplandor luminoso de la verdad”, que impacta más en el alma que en el cerebro: capacidad para provocar una conmoción integral por medio de la forma, que solo los genios, como Dreyer, poseen. Y me viene a la cabeza la frase de Oscar Wilde con que Susan Sontag encabeza su ensayo “Contra la interpretación”: “Solo las personas superficiales no juzgan por las apariencias”. Lo que no sé si dijo Wilde es que puede no ser fácil ver realmente las apariencias.