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España España · Ávila
Voto de Ludovico:
9
7,2
55
Documental En "Settlement" (2001), uno de sus filmes más difíciles pero quizás también el más interesante, la distancia de la cámara toma un papel crucial. Situado nuevamente en algún lugar del campo ruso, a lo lejos vemos personas que hacen trabajos agrícolas, pasean animales, conducen tractores y motocultores, en un ambiente idílico, con una luz de media estación evocadora. Pero a medida que nos vamos acercando metro a metro a los seres humanos ... [+]
12 de marzo de 2013
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
La extremada sencillez del cine de Loznitsa es la razón misma de su dificultad; paradoja aparente que hunde sus raíces en la esencia misma de lo real: la perpetua ocultación de lo que es, tras el deslumbrante espectáculo de su superficial visibilidad. La realidad se esconde. Pero ¿qué es lo real? Pregunta básica, ineludible, cuya evitación reduce a polvo cualquier sistema, convirtiendo todo discurso en verborrea y cualquier convicción en prejuicio.

En el juego de espejos deformantes de lo que Debord llamó con acierto “la sociedad del espectáculo”, la corrupción generalizada de la imagen es a la vez causa y consecuencia de la corrupción de la mirada: diabólico círculo que sólo podría ser roto, si acaso, por un ejercicio de purificación radical, generador de un mirar sin referencias que recuperando la inocencia fuese capaz de penetrar en el abismo que se abre en todo lo visible o, lo que es igual, de sumirse en las honduras del alma. Mirada tal vez en última instancia inalcanzable, mas no por ello menos necesaria; pues sea o no viable, el esfuerzo por ver a través de la imagen sensorial resulta condición inapelable para, sencillamente, comprender. Esa mirada limpia y penetrante es, en definitiva, el propósito que late en los magníficos documentales de Loznitsa, y ésa es la tarea, ingente en su simplicidad, que el cineasta ucraniano propone al espectador.

En realidad estas líneas podrían ir dedicadas a cualquiera de sus documentales. Elijo “Poselenie” (“La colonia”) porque me parece quizás el más trabajado y, ¿por qué no?, el más inquietante. Loznitsa asume en él un riesgo añadido: un espacio reducido de aparente felicidad acaba revelándose como un establecimiento para enfermos mentales. Aunque en principio no lo parezca, todos están locos. ¿No es ésa la imagen más cruda, más real, y más escondida por su propia obviedad, del mundo en que vivimos? No creo que nadie se atreva a acusar a Loznitsa de demagogia, como podría sugerir el carácter primario y contundente de esa asimilación colonia-mundo (que, por lo demás, es mía y no necesariamente suya), pues si algo caracteriza su cine es precisamente la pureza, en un doble sentido: pureza técnica que expurga las imágenes de toda contaminación residual, con la esencialidad clara y transparente de la más extrema sencillez. Y pureza ética, también, por su honradez intransigente e impecable que, renunciando a todo poder de manipulación, deja en libertad absoluta e incondicionada al que contempla. En las antípodas de lo que ahora se lleva --ese cine que responde a las demandas de un espectador masivamente “mediatizado”, que juzga “lento” todo lo que no se ajusta al descabellado ritmo de su galopante neurosis, que quiere emociones fuertes, sensaciones excitantes, tensiones primarias, y que los cineastas satisfacen complacientemente con imágenes opacas, deslumbrantes efectos especiales, ritmo desatado, viveza de color, montaje frenético, sonido atronador, zooms intempestivos, historietas impactantes y pueriles trucos narrativos de toda condición, que le saquen del sopor socializado para consolarle con la ficticia sensación de no estar del todo muerto--, frente a todo eso, decía, Loznitsa, mediante unas imágenes de austeridad monacal, vaciadas de todo artificio, propone algo tan simple como dirigir una mirada contemplativa a lo real.

No es el único en su línea. Se observa en algunos directores actuales un intento por recuperar un cierto realismo que, sustraído a las estrecheces miopes del naturalismo, liberado de psicologizaciones y socializaciones, se eleve a una condición superior: realismo ontológico, podríamos decir, del que Tarr es, a mi entender, maestro indiscutible y en el que, a su manera, diferente, también se mueve Loznitsa. No se trata de un fácil concordismo para contentar por igual a prosaicos y espiritualistas, sino de algo que más bien dejará descontentos a unos y a otros: una aprehensión integral de lo real, que, sin desdeñar su dimensión física inmediata, su visualidad, recupere al tiempo su inseparable profundidad metafísica sobre la base de que físico y meta-físico son diferenciaciones conceptuales más que dimensiones o atributos reales del ser. Mostrar eso puede resultar relativamente fácil en literatura (pues la palabra puede transmitir por igual una realidad tanto material como inmaterial), pero es complicado en cine, habida cuenta de la rigurosa adecuación a la fisicidad que caracteriza a la imagen cinematográfica. Esta circunstancia, aparte de colocar al cine en eterna dependencia de la literatura (dependencia de la que tanto y con tanta razón se quejaba Tarkovsky), siempre hizo sospechosas las pretensiones del cine de ser un arte, y un arte autónomo, y ha terminado por expulsarlo en la consideración oficial, con la colaboración de la inmensa mayoría, al ámbito del espectáculo. Hablar de arte con relación al cine parece hoy algo de mal gusto, algo así como hablar de revolución con relación a la política.

Fecunda podría ser, yo creo, la comparación detallada --pero aquí no hay espacio-- de esa forma de entender la confluencia de perspectivas o planos de lo real con otras formas de documentalismo, por ejemplo, el de Pelechian, o incluso el de Val del Omar, mucho más “vertovianos” ambos, lo que es tanto como decir más tecnologizados, y, por ende, más superficiales, por más que su brillantez, sobre todo la del ruso, puedan deslumbrar en ocasiones. O con el documentalismo experimentalista de Benning (comparar por ejemplo “Polustanok” y “Portret” con “10 Skies” y “13 Lakes”), para constatar el infranqueable abismo que separa el genio del ingenio (por no hablar de los engendros de Warhol, sin entidad suficiente para tomárselos en serio).

Loznitsa, Tarr, Sokurov... Son pocos pero son, que decía Vallejo. Que Dios los guarde. Su existencia es, al menos, un destello de esperanza en el autosatisfecho panorama de la cultura contemporánea.
Ludovico
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