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Voto de Ludovico:
8
6,5
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Drama
En el Turkmenistán soviético, región fronteriza de extremada aridez y calor sofocante, el joven doctor Malianov (Aleksei Ananichnov) alterna la atención médica a la población infantil con una investigación sobre la menor propensión a la enfermedad de los niños que viven en comunidades creyentes. Misteriosas fuerzas se conjuran para impedir el avance de este trabajo: un teléfono que suena incesantemente, un amigo que conmina al doctor a ... [+]
27 de octubre de 2014
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque «Días de eclipse» no es, en mi opinión, una de las mejores películas de Alexander Sokurov, sí es una de las más características; en ella podemos encontrar muchos de los elementos que, tanto a nivel temático como formal, configuran su cine. Es también, probablemente, una de las más herméticas y de más difícil recepción.
El guión de «Días de eclipse» parte de una novela de los hermanos Strugatsky —aunque pocos, al parecer, son los elementos del libro retenidos en el film—, autores cuyos textos han sido llevados en varias ocasiones a la pantalla, entre otros por Tarkovsky y Lopushansky. El film comienza con un «vuelo» descendente de la cámara hacia la tierra que inevitablemente recordará el plano muy similar, al final del episodio del globo, en «Andrei Rublev»: probable homenaje a Tarkovsky, aunque la referencia se mantenga a un nivel superficial, pues —como he apuntado en otras críticas— entre los dos maestros rusos me parece encontrar más divergencias que convergencias. Bruno Dietsch ve en ese plano una imagen del «“ser arrojado” heideggeriano o, en otros términos el paso de un grado superior o “angélico” del ser, al estado humano» («Alexandre Sokourov», Lausana, 2005, p. 38). ¿Excesivo? Quizá no. La idea de decadencia, no solo histórica sino ontológica, marca toda la obra de Sokurov. Supongo que es posible una lectura rigurosamente historicista de la película en relación con la agonía del régimen soviético, pero yo la veo desde una perspectiva más metafísica en la que lo histórico se integra como nivel o plano subordinado. Desde este punto de vista, todo el film sería la puesta en imágenes de un sentimiento de pérdida, de alejamiento del Centro, de desorientación existencial, y, por supuesto, de nostalgia, a partir de un extrañamiento, exilio o caída metahistórica primordial: Sokurov cien por cien.
La película —hay que advertirlo—puede producir un cierto desconcierto inicial: lo histórico y lo mítico, lo fantástico y lo cotidiano, el cuento de hadas y la crónica realista se funden a través de una acumulación de acontecimientos arbitrarios, aparentemente desligados, que solo a posteriori podrán ser integrados en una unidad coherente de sentido, siempre abierta, no obstante, a una pluralidad de lecturas.
De este modo, aunque la trama tiene no poco de fábula, presenta sin embargo una ubicación espacio-temporal concreta: estamos en Turkmenistán, un lugar remoto del imperio soviético, fronterizo entre Europa y Asia, en el verano de 1987 (los programas de la radio hace posible la fijación cronológica), en la inminencia ya del descalabro de la URSS, anunciado por esa atmósfera de caos generalizado que preside toda la película. Las imágenes de los primeros minutos —interpolación del «documental» en la «ficción»: hibridación típicamente sokuroviana, acorde con esa fusión de contrarios a que me acabo de referir— nos presentan un lugar inhóspito, un pueblo destartalado, abandonado de la mano de Dios, en medio de una naturaleza agreste y desértica, con aire de lúgubre asilo de enfermos mentales, donde el caos se ve reforzado por la condición plurilingüe y multiétnica. Ahí vive Dimitri Malianov, un joven médico que está escribiendo su tesis doctoral.
Lo que podría interpretarse como la historia central del film, parece ser una historia de amor homosexual; Sokurov no la presenta abiertamente como tal y deja siempre una cierta ambigüedad, pero en todo caso su fascinación por el cuerpo masculino (perceptible también en otros films: «Confesión», «Padre e hijo»...) es manifiesta, aunque este sea un tema siempre evitado por el propio director, y también —lo que es más misterioso— por gran parte de la crítica al hablar de su cine.
Con esa relación entre los dos amigos o amantes, Malianov y Vecherovsky, como tenue hilo conductor, la historia va encadenando sucesivos encuentros del primero de ellos, el protagonista, con personajes diversos: un cartero anónimo de extraño comportamiento; Snegovoy, un oficial ruso, presunto suicida, y con cuyo cadáver Malianov mantendrá una conversación en la morgue; Gubar, un desertor, que lo mantiene secuestrado por unas horas y que terminará abatido por los miembros del ejército; Glukhov, personaje conformista vinculado al sistema, para quien la felicidad parece consistir en ver una historia de detectives en televisión; la singular hermana del protagonista, con una actitud entre maternal y resentida; un misterioso y sufriente niño-ángel, ¿bajado y ascendido, luego, a los cielos?... Otros tantos encuentros que quizá se deban, o al menos se puedan, leer como las estrofas de un poema abstracto, estrofas relativamente independientes, pero también ligadas entre sí por una omnipresente sensación de desorden cósmico, de que nada está donde debería estar, de que las cosas han perdido su sitio, su lugar natural tanto en el tiempo como en el espacio. Malianov afirmará que da igual estar en un sitio que en otro, pero Vecherovsky, más consciente de la realidad que su amigo, le dice: «Pocas personas viven ahora donde deberían vivir», lo que puede interpretarse en un sentido no exclusivamente geográfico o físico.
En estos tiempos de delirio globalizador, la fijación a un tiempo y a un espacio podrá parecer a algunos represiva o limitadora. Limitación, sin embargo, tan necesaria como le son a un río sus orillas si se pretende mantener la identidad propia. Sokurov lo sabe quizá mejor que nadie; él, que no podrá volver jamás a su pueblo natal, sumergido varios metros bajo el agua por la construcción de una presa: sacrificio del industrialismo moderno en el altar del productivismo y el «progreso».
[acabo en el spoiler]
El guión de «Días de eclipse» parte de una novela de los hermanos Strugatsky —aunque pocos, al parecer, son los elementos del libro retenidos en el film—, autores cuyos textos han sido llevados en varias ocasiones a la pantalla, entre otros por Tarkovsky y Lopushansky. El film comienza con un «vuelo» descendente de la cámara hacia la tierra que inevitablemente recordará el plano muy similar, al final del episodio del globo, en «Andrei Rublev»: probable homenaje a Tarkovsky, aunque la referencia se mantenga a un nivel superficial, pues —como he apuntado en otras críticas— entre los dos maestros rusos me parece encontrar más divergencias que convergencias. Bruno Dietsch ve en ese plano una imagen del «“ser arrojado” heideggeriano o, en otros términos el paso de un grado superior o “angélico” del ser, al estado humano» («Alexandre Sokourov», Lausana, 2005, p. 38). ¿Excesivo? Quizá no. La idea de decadencia, no solo histórica sino ontológica, marca toda la obra de Sokurov. Supongo que es posible una lectura rigurosamente historicista de la película en relación con la agonía del régimen soviético, pero yo la veo desde una perspectiva más metafísica en la que lo histórico se integra como nivel o plano subordinado. Desde este punto de vista, todo el film sería la puesta en imágenes de un sentimiento de pérdida, de alejamiento del Centro, de desorientación existencial, y, por supuesto, de nostalgia, a partir de un extrañamiento, exilio o caída metahistórica primordial: Sokurov cien por cien.
La película —hay que advertirlo—puede producir un cierto desconcierto inicial: lo histórico y lo mítico, lo fantástico y lo cotidiano, el cuento de hadas y la crónica realista se funden a través de una acumulación de acontecimientos arbitrarios, aparentemente desligados, que solo a posteriori podrán ser integrados en una unidad coherente de sentido, siempre abierta, no obstante, a una pluralidad de lecturas.
De este modo, aunque la trama tiene no poco de fábula, presenta sin embargo una ubicación espacio-temporal concreta: estamos en Turkmenistán, un lugar remoto del imperio soviético, fronterizo entre Europa y Asia, en el verano de 1987 (los programas de la radio hace posible la fijación cronológica), en la inminencia ya del descalabro de la URSS, anunciado por esa atmósfera de caos generalizado que preside toda la película. Las imágenes de los primeros minutos —interpolación del «documental» en la «ficción»: hibridación típicamente sokuroviana, acorde con esa fusión de contrarios a que me acabo de referir— nos presentan un lugar inhóspito, un pueblo destartalado, abandonado de la mano de Dios, en medio de una naturaleza agreste y desértica, con aire de lúgubre asilo de enfermos mentales, donde el caos se ve reforzado por la condición plurilingüe y multiétnica. Ahí vive Dimitri Malianov, un joven médico que está escribiendo su tesis doctoral.
Lo que podría interpretarse como la historia central del film, parece ser una historia de amor homosexual; Sokurov no la presenta abiertamente como tal y deja siempre una cierta ambigüedad, pero en todo caso su fascinación por el cuerpo masculino (perceptible también en otros films: «Confesión», «Padre e hijo»...) es manifiesta, aunque este sea un tema siempre evitado por el propio director, y también —lo que es más misterioso— por gran parte de la crítica al hablar de su cine.
Con esa relación entre los dos amigos o amantes, Malianov y Vecherovsky, como tenue hilo conductor, la historia va encadenando sucesivos encuentros del primero de ellos, el protagonista, con personajes diversos: un cartero anónimo de extraño comportamiento; Snegovoy, un oficial ruso, presunto suicida, y con cuyo cadáver Malianov mantendrá una conversación en la morgue; Gubar, un desertor, que lo mantiene secuestrado por unas horas y que terminará abatido por los miembros del ejército; Glukhov, personaje conformista vinculado al sistema, para quien la felicidad parece consistir en ver una historia de detectives en televisión; la singular hermana del protagonista, con una actitud entre maternal y resentida; un misterioso y sufriente niño-ángel, ¿bajado y ascendido, luego, a los cielos?... Otros tantos encuentros que quizá se deban, o al menos se puedan, leer como las estrofas de un poema abstracto, estrofas relativamente independientes, pero también ligadas entre sí por una omnipresente sensación de desorden cósmico, de que nada está donde debería estar, de que las cosas han perdido su sitio, su lugar natural tanto en el tiempo como en el espacio. Malianov afirmará que da igual estar en un sitio que en otro, pero Vecherovsky, más consciente de la realidad que su amigo, le dice: «Pocas personas viven ahora donde deberían vivir», lo que puede interpretarse en un sentido no exclusivamente geográfico o físico.
En estos tiempos de delirio globalizador, la fijación a un tiempo y a un espacio podrá parecer a algunos represiva o limitadora. Limitación, sin embargo, tan necesaria como le son a un río sus orillas si se pretende mantener la identidad propia. Sokurov lo sabe quizá mejor que nadie; él, que no podrá volver jamás a su pueblo natal, sumergido varios metros bajo el agua por la construcción de una presa: sacrificio del industrialismo moderno en el altar del productivismo y el «progreso».
[acabo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Malianov, protagonista del film de Sokurov es un personaje intelectualmente confundido, que solo ve la realidad a medias. Ignorante de su propio desenraizamiento, no puede comprender lo que su amigo le revela sobre su propia condición: «Llevas una marca en la frente que dice que no eres de aquí». Médico, escribe de forma compulsiva su tesis sobre la resistencia a la enfermedad por parte de los antiguos creyentes, pero en realidad no parece que eso signifique gran cosa para él, ni que le interese sacar consecuencias de ese hecho. Todos a su alrededor —por motivos diversos, por otra parte—, le instan a que deje de escribir, pero él está obcecado en identificar su vida con su discurso. En parte distanciado, en parte integrado, a su manera, en el caos que le rodea, ni siquiera da muestras de participar de esa sensación de crisis o catástrofe inminente que todos parecen percibir. Por eso no comparto la idea de que Malianov sea un outsider, como afirma Julian Graffy (en B. Beumers y N. Condee, eds., «The cinema of Alexander Sokurov», Nueva York, 2011, p. 80). El verdadero outsider es Vecherovsky, mucho más consciente que Malianov y, por eso mismo, mucho más ajeno al mundo en que se mueve. Por eso Vecherovsky se marcha, escapa del caos, en busca de sus orígenes, en pos de un mundo más real, aunque sea a costa de renunciar para siempre a su amigo y a todo lo que posee. Malianov, sin embargo, permanentemente con un pie dentro y otro fuera, se quedará en la ciudad condenada, en alguna medida adaptado al desorden y negociando permanentemente su existencia con él.
Al final del film, tras la partida de Vecherovsky, Malianov, en medio del desierto que rodea la ciudad, sonríe enigmáticamente, en un plano que queda abierto a la interpretación (quizá también en parte porque los recursos interpretativos de Aleksei Ananishnov parecen bastante limitados).
En definitiva, estamos, según yo lo veo, ante una reflexión en torno al descentramiento del hombre contemporáneo, que, tras cortar sus raíces en nombre de la libertad, vaga, convertido en una sombra fantasmal, «eclipsado», sin saber quién es ni qué hace aquí en un cosmos enmudecido, que no le revela ya ningún sentido. Renunciando a su pasado, en nombre de las ilusiones futuras del «progreso», y a su particular autoctonía, en nombre de una insípida ciudadanía universal, su mundo —su mundo interior y, en la medida en que alcanza a transformarlo, también su mundo exterior— no es ya un cosmos sino un caos.
Película compleja, un análisis detallado y a fondo exigiría forzosamente abundantes páginas y estaría probablemente más allá de mi capacidad. Espero, sin embargo, haber dado, al menos, alguna pista para sugerir que está lejos de ser, como han dicho algunos, un ejercicio meramente estético o formalista, pero ininteligible o vacío.
Al final del film, tras la partida de Vecherovsky, Malianov, en medio del desierto que rodea la ciudad, sonríe enigmáticamente, en un plano que queda abierto a la interpretación (quizá también en parte porque los recursos interpretativos de Aleksei Ananishnov parecen bastante limitados).
En definitiva, estamos, según yo lo veo, ante una reflexión en torno al descentramiento del hombre contemporáneo, que, tras cortar sus raíces en nombre de la libertad, vaga, convertido en una sombra fantasmal, «eclipsado», sin saber quién es ni qué hace aquí en un cosmos enmudecido, que no le revela ya ningún sentido. Renunciando a su pasado, en nombre de las ilusiones futuras del «progreso», y a su particular autoctonía, en nombre de una insípida ciudadanía universal, su mundo —su mundo interior y, en la medida en que alcanza a transformarlo, también su mundo exterior— no es ya un cosmos sino un caos.
Película compleja, un análisis detallado y a fondo exigiría forzosamente abundantes páginas y estaría probablemente más allá de mi capacidad. Espero, sin embargo, haber dado, al menos, alguna pista para sugerir que está lejos de ser, como han dicho algunos, un ejercicio meramente estético o formalista, pero ininteligible o vacío.