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Voto de Ludovico:
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Drama. Bélico
Año 1917, en la frontera rusa durante la Primera Guerra Mundial. Los Blancos zaristas se enfrentan a los Rojos bolcheviques, que son apoyados por voluntarios húngaros. En la inmensa planicie se produce la caza del hombre, la ejecución de prisioneros, los caballos en desbandada... (FILMAFFINITY)
25 de octubre de 2017
25 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo presentar la violencia y la guerra en el cine? Conocemos formas diversas de cómo no debería hacerse; son esas precisamente las más cultivadas ahora, con el único fin de complacer al público: pornografía pirotécnica que incluye supuestas «grandes películas» que aprovechan y cultivan el voyeurismo mórbido de los espectadores. La violencia fascina, misterio rastreramente aprovechado por aquella que, entre las artes, es la más predispuesta a enfangarse en todas las ciénagas: espectacularización de la violencia, practicada por directores «de prestigio», incluso venerados por los cinéfilos, con la paupérrima excusa, en ciertos casos, de pretender denunciarla; o de «reflejar la realidad», en otros; o sin ninguna, la mayor parte de las veces.
Que el cine genere violencia o la sublime puede ser discutible. Pero el problema básico está en otro plano: en qué medida y de qué forma su contemplación en la pantalla modifica la conciencia individual, antes de que esta se proyecte hacia el mundo como acción. Pues puede ser que, sin exteriorizarse en actos violentos, tenga efectos interiormente devastadores. Se puede estar psicológicamente tarado y no ser socialmente peligroso. Mi impresión es que la forma habitual de representar la violencia en el cine —hiperrealismo que aspira a impactar con la mayor intensidad posible en la conciencia del espectador— produce, a nivel social, embrutecimiento colectivo y pérdida generalizada de la sensibilidad.
«Los rojos y los blancos» forma, con «Los desesperados» y «Silencio y grito», la llamada «trilogía histórica» de Jancsó, denominación que no debe inducir a engaño, pues no se pretende ahí proporcionar información ninguna acerca de la historia de Hungría, sino desarrollar una reflexión sobre la violencia y, en particular, sobre la guerra. La historia es solo el fondo sobre el que se desarrolla lo que se ha llamado una «metafísica del caos».
Militante comunista en su juventud, Jancsó, sin dejar de ser de izquierdas, se había alejado del Partido tras los sucesos de 1956. No obstante, las autoridades soviéticas le encargaron esta película para conmemorar el cincuentenario de la revolución de octubre. Cabe imaginar su perplejidad al ver los resultados: en lugar de la glorificación patriótica y la exaltación romántica que los burócratas estatales esperaban, se encontraron con lo que parecía ser un críptico alegato antibelicista, en el que nada se entendía muy bien, y que contravenía todas las directrices estéticas del régimen.
«Los rojos y los blancos» (que trata de la incorporación de voluntarios húngaros a las filas bolcheviques en la guerra civil que siguió a la revolución), no pretende contarnos una historia al modo convencional. En realidad, ni siquiera pretende contarnos una historia. En lugar de una sucesión de hechos hilvanados, coherentes, ordenados para configurar una trama, encontramos una serie de secuencias, sin un verdadero hilo narrativo, consistentes en una larga retahíla de persecuciones, arrestos y ejecuciones. El relato no parece avanzar hacia ninguna parte. No hay un protagonista central y los personajes, carentes de identidad y de nombre, aparecen y desaparecen, tal vez para reaparecer más tarde, tal vez no. No llegaremos a conocer mínimamente a ninguno, no podremos intuir quién tendrá un papel más importante que otro, y a veces solo con dificultad sabremos de qué bando forman parte, pues una deliberada confusión sugiere que eso no importa demasiado. La sensación de caos se acrecienta, pues el poder cambia constantemente de manos y los perseguidores de hace un momento pasan a ser perseguidos y viceversa, pero los hechos que provocan tales vaivenes quedan fuera de pantalla. Y los acontecimientos que vemos, tomados en sí mismos, carecen de toda lógica, pues los motivos que rigen la acción de unos y de otros resultan incomprensibles: las ejecuciones no parecen determinadas por ningún criterio, tan pronto los húngaros prisioneros son fusilados por su origen, como dejados en libertad por eso mismo.
La violencia se presenta de forma fría y distante. Se mata como se realiza cualquier acto cotidiano y banal. Excluida toda emotividad, no hay rostros retorcidos por el dolor, ni sangre manando de las heridas en este film profundamente antiheroico acerca de la confusión, la locura y el absurdo de la guerra. Y en ese caos, los rojos no salen mucho mejor parados que los blancos, pues la ausencia de unas «reglas del juego» y la deshumanización burocrática que la guerra genera parece alcanzar a todos. Nadie se lamenta, ni llora, ni se angustia por su destino, ni siquiera ante la certeza de una muerte inminente. Se muere con la misma indiferencia con que se mata. El militar que va a ser fusilado por los suyos tiene ante el pelotón de ejecución la misma actitud que si le fueran a sacar una foto. Se diría que no son hombres, sino máquinas, máquinas de matar y de morir. El desprecio por la vida alcanza a la vida propia.
Se suele asociar el cine de Jancsó con una reflexión sobre el poder. Asociación dudosa, a mi entender, en lo que atañe a esta obra, si se piensa en el poder político-institucional, y solo aceptable si se remite al poder personal, en definitiva a la libertad de cada uno cuando se enfrenta a una situación límite como es la guerra. Pues no parece sensato atribuir al «poder político» la responsabilidad de actos tan contingentes como ir acabando uno por uno con una serie de heridos tendidos en el suelo. En cada ocasión, son seres humanos concretos y no «el poder» quien aprieta el gatillo. Seres humanos que, en definitiva, tienen la capacidad de actuar o no de ese modo, algo que Jancsó deja claro desde el principio, cuando un militar blanco, al que su superior ha ordenado disparar sobre un prisionero, lo hace descuidadamente con la obvia intención de no alcanzarlo. Sean cuales sean las circunstancias, no es obligado convertirse en asesino.
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Que el cine genere violencia o la sublime puede ser discutible. Pero el problema básico está en otro plano: en qué medida y de qué forma su contemplación en la pantalla modifica la conciencia individual, antes de que esta se proyecte hacia el mundo como acción. Pues puede ser que, sin exteriorizarse en actos violentos, tenga efectos interiormente devastadores. Se puede estar psicológicamente tarado y no ser socialmente peligroso. Mi impresión es que la forma habitual de representar la violencia en el cine —hiperrealismo que aspira a impactar con la mayor intensidad posible en la conciencia del espectador— produce, a nivel social, embrutecimiento colectivo y pérdida generalizada de la sensibilidad.
«Los rojos y los blancos» forma, con «Los desesperados» y «Silencio y grito», la llamada «trilogía histórica» de Jancsó, denominación que no debe inducir a engaño, pues no se pretende ahí proporcionar información ninguna acerca de la historia de Hungría, sino desarrollar una reflexión sobre la violencia y, en particular, sobre la guerra. La historia es solo el fondo sobre el que se desarrolla lo que se ha llamado una «metafísica del caos».
Militante comunista en su juventud, Jancsó, sin dejar de ser de izquierdas, se había alejado del Partido tras los sucesos de 1956. No obstante, las autoridades soviéticas le encargaron esta película para conmemorar el cincuentenario de la revolución de octubre. Cabe imaginar su perplejidad al ver los resultados: en lugar de la glorificación patriótica y la exaltación romántica que los burócratas estatales esperaban, se encontraron con lo que parecía ser un críptico alegato antibelicista, en el que nada se entendía muy bien, y que contravenía todas las directrices estéticas del régimen.
«Los rojos y los blancos» (que trata de la incorporación de voluntarios húngaros a las filas bolcheviques en la guerra civil que siguió a la revolución), no pretende contarnos una historia al modo convencional. En realidad, ni siquiera pretende contarnos una historia. En lugar de una sucesión de hechos hilvanados, coherentes, ordenados para configurar una trama, encontramos una serie de secuencias, sin un verdadero hilo narrativo, consistentes en una larga retahíla de persecuciones, arrestos y ejecuciones. El relato no parece avanzar hacia ninguna parte. No hay un protagonista central y los personajes, carentes de identidad y de nombre, aparecen y desaparecen, tal vez para reaparecer más tarde, tal vez no. No llegaremos a conocer mínimamente a ninguno, no podremos intuir quién tendrá un papel más importante que otro, y a veces solo con dificultad sabremos de qué bando forman parte, pues una deliberada confusión sugiere que eso no importa demasiado. La sensación de caos se acrecienta, pues el poder cambia constantemente de manos y los perseguidores de hace un momento pasan a ser perseguidos y viceversa, pero los hechos que provocan tales vaivenes quedan fuera de pantalla. Y los acontecimientos que vemos, tomados en sí mismos, carecen de toda lógica, pues los motivos que rigen la acción de unos y de otros resultan incomprensibles: las ejecuciones no parecen determinadas por ningún criterio, tan pronto los húngaros prisioneros son fusilados por su origen, como dejados en libertad por eso mismo.
La violencia se presenta de forma fría y distante. Se mata como se realiza cualquier acto cotidiano y banal. Excluida toda emotividad, no hay rostros retorcidos por el dolor, ni sangre manando de las heridas en este film profundamente antiheroico acerca de la confusión, la locura y el absurdo de la guerra. Y en ese caos, los rojos no salen mucho mejor parados que los blancos, pues la ausencia de unas «reglas del juego» y la deshumanización burocrática que la guerra genera parece alcanzar a todos. Nadie se lamenta, ni llora, ni se angustia por su destino, ni siquiera ante la certeza de una muerte inminente. Se muere con la misma indiferencia con que se mata. El militar que va a ser fusilado por los suyos tiene ante el pelotón de ejecución la misma actitud que si le fueran a sacar una foto. Se diría que no son hombres, sino máquinas, máquinas de matar y de morir. El desprecio por la vida alcanza a la vida propia.
Se suele asociar el cine de Jancsó con una reflexión sobre el poder. Asociación dudosa, a mi entender, en lo que atañe a esta obra, si se piensa en el poder político-institucional, y solo aceptable si se remite al poder personal, en definitiva a la libertad de cada uno cuando se enfrenta a una situación límite como es la guerra. Pues no parece sensato atribuir al «poder político» la responsabilidad de actos tan contingentes como ir acabando uno por uno con una serie de heridos tendidos en el suelo. En cada ocasión, son seres humanos concretos y no «el poder» quien aprieta el gatillo. Seres humanos que, en definitiva, tienen la capacidad de actuar o no de ese modo, algo que Jancsó deja claro desde el principio, cuando un militar blanco, al que su superior ha ordenado disparar sobre un prisionero, lo hace descuidadamente con la obvia intención de no alcanzarlo. Sean cuales sean las circunstancias, no es obligado convertirse en asesino.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En tal sentido, la propuesta de Jancsó tiene —al menos en esta película— mucho más de existencial que de política. El discurso político queda explícitamente denunciado como retórica propagandística en la arenga vacía que, al principio de la película, un militar vocifera desde un coche. Pero en ningún momento vemos a nadie esgrimir un ideal o expresar con cierta convicción algo parecido a una razón para luchar. La perspectiva política se excluye, pues la crueldad, la brutalidad, antes de estar presente en las estructuras sociales, se encuentra en los individuos; pero aunque pueda estarlo mayoritariamente, no lo está necesariamente. Y ahí radica la dificultad en aprehender de modo intelectual una situación que un cómodo universalismo quisiera esquivar con sus generalizaciones. Más allá de las estructuras políticas, están los individuos concretos que, en última instancia, las hacen operativas. Por eso podría decirse que la película no es exactamente antibelicista; no, por supuesto, porque apoye la guerra, sino porque, contra toda apariencia, no la sitúa en el foco del problema; la guerra no es una entidad con voluntad propia, una especie de idea platónica encarnada que se imponga a unos humanos impotentes, sino una situación generada por los hombres. Y es la actitud de los hombres lo que denuncia Jancsó. Que no sea fácil distinguir entre rojos y blancos, que los comportamientos de unos y otros apenas difieran, señala que el director —se esté o no de acuerdo con él— no sitúa el problema en el ámbito de lo político.
La trama, de manera en apariencia sorprendente, se cierra con un acto de heroísmo colectivo, si así puede ser considerado el suicidio de un pequeño grupo de combatientes rojos lanzándose en campo abierto y a pecho descubierto contra el ejército de los blancos: heroísmo en su forma supuestamente suprema por cuanto completamente inútil, no exento, a mi entender, de un patetismo buscadamente teatral. ¿Cómo interpretar ese apasionado final tras haber negado de forma sistemática todo atisbo de romanticismo a lo largo del film? En mi opinión, es quizá un sarcástico mensaje dirigido a las autoridades. Como si Jancsó les dijera: «La realidad es lo que acabáis de ver, pero si lo que queréis son héroes, aquí los tenéis». Otros podrán ver ahí, tal vez, un último resquicio de esperanza en la condición humana, acaso refrendado por ese plano final —no menos llamativo— del joven combatiente húngaro que sostiene la espada levantada ante su rostro en homenaje a los caídos.
Una «no-historia» filmada en coherencia con el contenido; es mediante la falta de referencias, de puntos de apoyo, como el director plantea su obra, rechazando el realismo de la narratividad convencional y optando por una estructura más bien poética. Escasez de primeros planos, abundancia de planos generales, abiertos, en esa pantalla ancha que Miklós Jancsó elige siempre para mostrar la inmensidad, metafísica —se diría— más que física, de la gran llanura húngara y, en este caso, de la estepa rusa; Jancsó muestra sin dirigir ni condicionar la mirada, sin efectismos destinados a impresionar ni a suscitar reacciones de angustia, miedo o tensión. No hay música —salvo la diegética—, las palabras son escasas. «Lo que me interesa es la forma, y busco la mayor sobriedad formal para eliminar el romanticismo sentimental del que tanto se ha abusado»: palabras de Jancsó, que ha pasado a la historia del cine como uno de los grandes maestros del plano secuencia. Estos se suceden sabiamente orquestados y coreografiados, con sinuosos y acompasados movimientos de cámara. Su utilización dista de ser caprichosa o de perseguir objetivos meramente esteticistas. El director magiar añadía: «El plano secuencia deja pensar. Hoy puede parecer lento. Pero en la época, gracias al plano secuencia, se dejaba reflexionar al espectador durante la visión del film. El montaje no era agresivo, a diferencia del que ahora es habitual».
Dejar pensar: algo que ahora se lleva poco en el cine.
La trama, de manera en apariencia sorprendente, se cierra con un acto de heroísmo colectivo, si así puede ser considerado el suicidio de un pequeño grupo de combatientes rojos lanzándose en campo abierto y a pecho descubierto contra el ejército de los blancos: heroísmo en su forma supuestamente suprema por cuanto completamente inútil, no exento, a mi entender, de un patetismo buscadamente teatral. ¿Cómo interpretar ese apasionado final tras haber negado de forma sistemática todo atisbo de romanticismo a lo largo del film? En mi opinión, es quizá un sarcástico mensaje dirigido a las autoridades. Como si Jancsó les dijera: «La realidad es lo que acabáis de ver, pero si lo que queréis son héroes, aquí los tenéis». Otros podrán ver ahí, tal vez, un último resquicio de esperanza en la condición humana, acaso refrendado por ese plano final —no menos llamativo— del joven combatiente húngaro que sostiene la espada levantada ante su rostro en homenaje a los caídos.
Una «no-historia» filmada en coherencia con el contenido; es mediante la falta de referencias, de puntos de apoyo, como el director plantea su obra, rechazando el realismo de la narratividad convencional y optando por una estructura más bien poética. Escasez de primeros planos, abundancia de planos generales, abiertos, en esa pantalla ancha que Miklós Jancsó elige siempre para mostrar la inmensidad, metafísica —se diría— más que física, de la gran llanura húngara y, en este caso, de la estepa rusa; Jancsó muestra sin dirigir ni condicionar la mirada, sin efectismos destinados a impresionar ni a suscitar reacciones de angustia, miedo o tensión. No hay música —salvo la diegética—, las palabras son escasas. «Lo que me interesa es la forma, y busco la mayor sobriedad formal para eliminar el romanticismo sentimental del que tanto se ha abusado»: palabras de Jancsó, que ha pasado a la historia del cine como uno de los grandes maestros del plano secuencia. Estos se suceden sabiamente orquestados y coreografiados, con sinuosos y acompasados movimientos de cámara. Su utilización dista de ser caprichosa o de perseguir objetivos meramente esteticistas. El director magiar añadía: «El plano secuencia deja pensar. Hoy puede parecer lento. Pero en la época, gracias al plano secuencia, se dejaba reflexionar al espectador durante la visión del film. El montaje no era agresivo, a diferencia del que ahora es habitual».
Dejar pensar: algo que ahora se lleva poco en el cine.