Con una original revisión de La Sirenita como telón de fondo, Miyazaki vuelve a ofrecer un espectáculo de colores, música y personajes inolvidables en un argumento que (a pesar de ciertos momentos puntuales en los que incidiré en el SPOILER) conserva su sencillez, dirigido a los niños pero con un encanto que supera cualquier barrera de edad. Y lo digo yo, a mis diecinueve años y con pelos en los pies: me he pasado la película con una sonrisa de oreja a oreja.

Ponyo no es la película definitiva, ni la más redonda de Miyazaki, pero es una de las que muestran de mejor manera el estilo del autor en todas sus facetas; desde el derroche de animación en escenas visualmente impresionantes a la emotiva sobriedad de los gestos; del mensaje de paz y amor por la naturaleza a la maravillosa caracterización de todos sus protagonistas, empezando por la misma Ponyo, uno de los personajes más adorables de los últimos años. Y por no hablar de Sosuke, que viene a ser la muestra número ciento catorce mil (o así) de que Miyazaki tiene idea de lo que hace al trasladar el peso de la trama a los niños. Ojalá todos los críos de todas las películas se comportaran como esta parejita tan natural y tan carente de estúpidas exageraciones dramatistas.

La enésima muestra de calidad en el cine de Hayao, otra nueva joya que añadir a la ya de por sí lujosa corona de los estudios Ghibli. Me encanta, y sí, también me da miedo pensar en el día que el genio creador de este universo de magia y buenas intenciones nos deje; la animación sufrirá entonces un golpe casi mortal. Porque, para que surja un autor dispuesto a relevar su puesto y con un estilo con el que sea tan fácil y placentero compenetrarse como el de Miyazaki, pueden pasar décadas. Adoro los clásicos de Disney, pero incluso éstos palidecen ante la insuperable forma de contar historias del japonés.