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Voto de Ghibliano:
10
8,1
20.161
1 de febrero de 2011
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué maravilla.
Esperaba mucho de "Días de vino y rosas". Me interesan el argumento y la idea subyacente, suelo ser bastante receptivo cuando de generar empatía se trata y aquí la historia da para mucho. Además, con tantas palabras de alabanza sólo podía esperar una obra maestra.
Pero no se puede obviar que, para bien o para mal, estoy muy pez con el cine clásico en general. Tanto es así que en ocasiones me noto sin saber qué hacer al juzgar una película de hace 50 o 60 años, con sus diferencias obvias en el tratamiento de las relaciones sociales, la psicología de los personajes, el desarrollo de la trama, el humor... y siempre con miedo a que no me despierte las emociones esperadas, porque entonces no sé dónde debo ser condescendiente y dónde no.
Con esta obra maestra de Blake Edwards no me sucede. Nunca me sucede. Desde el primer minuto, con esa preciosidad de música sonando en los créditos iniciales, la película me tiene ganado. Y a medida que se desarrollan los acontecimientos y me siento más y más atrapado en sus garras, salir de ella resulta una tarea imposible.
Es el mejor reflejo de la adicción que he visto en el cine. Edwards maneja un guión prodigioso, en el que primero nos presenta a los personajes de una forma que entendamos sus motivaciones* y luego va desarrollando la trama de una manera abrupta, con grandes saltos temporales, en los que la pareja protagonista cae constantemente y debido a los cuales la empatía con ellos es aún mayor**. El retrato de sus cambios, con ello, es casi perfecto y te los crees desde el primer momento hasta el último; si además los diálogos acompañan y son tan naturales, espontáneos y al mismo tiempo mágicos como en esta película, el resultado es devastador.
Pero por encima del guión se elevan las dos interpretaciones protagonistas, sencillamente maravillosas. Lemmon consigue que entres en su juego enseguida. Su voz transmite confianza y cercanía, no es uno de esos actores que parece que el mundo se para cuando hablan, y no tienes más remedio que creerte su alegría, su enamoramiento, su desesperación, su tristeza... Para compensar Lee Remick le da la réplica con un papel que gana en fuerza con el desarrollo de la trama y en el que logra reflejar como tal vez nadie lo ha hecho nunca, en una de las escenas más brillantes que he visto, el nivel de degradación, ya no moral sino física y psicológica, al que llega en un determinado punto***. Si además de este par de prodigios cualquiera de los secundarios logra construirse con una solidez brillante, con especial atención a Charles Bickford reencarnando al padre de Kirsten, no queda más que rendirse ante el impresionante nivel interpretativo que se alcanza aquí; en el que todo parece tan real como si los actores lo estuvieran viviendo en primera persona.
Esperaba mucho de "Días de vino y rosas". Me interesan el argumento y la idea subyacente, suelo ser bastante receptivo cuando de generar empatía se trata y aquí la historia da para mucho. Además, con tantas palabras de alabanza sólo podía esperar una obra maestra.
Pero no se puede obviar que, para bien o para mal, estoy muy pez con el cine clásico en general. Tanto es así que en ocasiones me noto sin saber qué hacer al juzgar una película de hace 50 o 60 años, con sus diferencias obvias en el tratamiento de las relaciones sociales, la psicología de los personajes, el desarrollo de la trama, el humor... y siempre con miedo a que no me despierte las emociones esperadas, porque entonces no sé dónde debo ser condescendiente y dónde no.
Con esta obra maestra de Blake Edwards no me sucede. Nunca me sucede. Desde el primer minuto, con esa preciosidad de música sonando en los créditos iniciales, la película me tiene ganado. Y a medida que se desarrollan los acontecimientos y me siento más y más atrapado en sus garras, salir de ella resulta una tarea imposible.
Es el mejor reflejo de la adicción que he visto en el cine. Edwards maneja un guión prodigioso, en el que primero nos presenta a los personajes de una forma que entendamos sus motivaciones* y luego va desarrollando la trama de una manera abrupta, con grandes saltos temporales, en los que la pareja protagonista cae constantemente y debido a los cuales la empatía con ellos es aún mayor**. El retrato de sus cambios, con ello, es casi perfecto y te los crees desde el primer momento hasta el último; si además los diálogos acompañan y son tan naturales, espontáneos y al mismo tiempo mágicos como en esta película, el resultado es devastador.
Pero por encima del guión se elevan las dos interpretaciones protagonistas, sencillamente maravillosas. Lemmon consigue que entres en su juego enseguida. Su voz transmite confianza y cercanía, no es uno de esos actores que parece que el mundo se para cuando hablan, y no tienes más remedio que creerte su alegría, su enamoramiento, su desesperación, su tristeza... Para compensar Lee Remick le da la réplica con un papel que gana en fuerza con el desarrollo de la trama y en el que logra reflejar como tal vez nadie lo ha hecho nunca, en una de las escenas más brillantes que he visto, el nivel de degradación, ya no moral sino física y psicológica, al que llega en un determinado punto***. Si además de este par de prodigios cualquiera de los secundarios logra construirse con una solidez brillante, con especial atención a Charles Bickford reencarnando al padre de Kirsten, no queda más que rendirse ante el impresionante nivel interpretativo que se alcanza aquí; en el que todo parece tan real como si los actores lo estuvieran viviendo en primera persona.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
*He leído algunas reticencias respecto a la fuerza de la adicción de Kirsten, que supongo vienen dadas por esa imagen inicial que dan de ella como una chica responsable que sabe qué hacer en cada momento. El argumento juega en ese sentido a dos bandas, Kirsten es sensata pero al mismo tiempo es bastante frágil, y no sólo por la incapacidad de controlarse, sino porque se llegan a insinuar ciertas tendencias depresivas (o al menos eso me pareció) en la escena de la bahía. Bebe para evadirse, y como comenta ella misma más tarde, para ella el alcohol es un revulsivo, un refugio en el que esconderse cuando no le encuentra sentido a nada.
El caso de Joe tiene tal vez menos misterio, porque no deja de ser un juerguista por naturaleza, al que le ha tocado en gracia tener un empleo en el que para relacionarse con sus clientes ha de estar en contacto constante con el alcohol y con ambientes festivos, pero como Kirsten, pierde el control y su vicio se transforma en necesidad, en una forma de vida.
**Confieso que en un principio no me ha caído del todo bien esa estructura narrativa, seguramente porque notaba que faltaba algo, o que no había la suficiente consistencia, pero al final creo que era la mejor decisión. Al contrario que otras obras que intentarían captar la "llegada" de la adicción en un momento dado tras un proceso lineal, aquí los cambios entran a trompicones; el espectador tiene la misma consciencia que los dos protagonistas de que su placer está convirtiéndose en adicción. Y en ese sentido, por ejemplo, la escena en la que por primera vez Joe descubre su problema, al gritar y cerrar la puerta mientras su bebé llora, no se prepara de ninguna manera sino que surge como algo completamente impredecible.
***Si la película funciona de manera maravillosa a nivel general, no lo es menos en sus escenas individuales, dotadas algunas de ellas de una fuerza impresionante. Desde el paseo en la bahía en el que surge la chispa a esa cena en el piso de Kirsten donde ahogan sus risas con un beso; la primera vez que Joe es consciente de lo que le ocurre y llora en el pecho de Kirsten, sólo para acabar ella misma cediendo a sus impulsos; el padre de Kirsten llorando y derrumbándose ante Joe cuando confiesa su estado; una Kirsten borracha como una cuba acostando a su hija; los primeros planos de la reunión de Alcohólicos Anónimos; la ensoñación de Joe en su último delirio alcohólico y las escenas del hospital; pero sobre todo tres escenas, de una carga emocional tremenda, que me han marcado especialmente. La primera, la imagen patética de un Joe desesperado buscando una botella entre las macetas, sólo para engancharse a ella, tirado en el suelo, cuando la encuentra. La segunda, la ya citada escena del motel, en un ambiente poderosamente depresivo, y Kirsten rendida ante su adicción, tratando de arrastrar de nuevo a Joe en ella. Y, por último, ese amargo final, con la mirada de Joe bañada en lágrimas al ver marcharse a Kirsten hacia un destino incierto.
El caso de Joe tiene tal vez menos misterio, porque no deja de ser un juerguista por naturaleza, al que le ha tocado en gracia tener un empleo en el que para relacionarse con sus clientes ha de estar en contacto constante con el alcohol y con ambientes festivos, pero como Kirsten, pierde el control y su vicio se transforma en necesidad, en una forma de vida.
**Confieso que en un principio no me ha caído del todo bien esa estructura narrativa, seguramente porque notaba que faltaba algo, o que no había la suficiente consistencia, pero al final creo que era la mejor decisión. Al contrario que otras obras que intentarían captar la "llegada" de la adicción en un momento dado tras un proceso lineal, aquí los cambios entran a trompicones; el espectador tiene la misma consciencia que los dos protagonistas de que su placer está convirtiéndose en adicción. Y en ese sentido, por ejemplo, la escena en la que por primera vez Joe descubre su problema, al gritar y cerrar la puerta mientras su bebé llora, no se prepara de ninguna manera sino que surge como algo completamente impredecible.
***Si la película funciona de manera maravillosa a nivel general, no lo es menos en sus escenas individuales, dotadas algunas de ellas de una fuerza impresionante. Desde el paseo en la bahía en el que surge la chispa a esa cena en el piso de Kirsten donde ahogan sus risas con un beso; la primera vez que Joe es consciente de lo que le ocurre y llora en el pecho de Kirsten, sólo para acabar ella misma cediendo a sus impulsos; el padre de Kirsten llorando y derrumbándose ante Joe cuando confiesa su estado; una Kirsten borracha como una cuba acostando a su hija; los primeros planos de la reunión de Alcohólicos Anónimos; la ensoñación de Joe en su último delirio alcohólico y las escenas del hospital; pero sobre todo tres escenas, de una carga emocional tremenda, que me han marcado especialmente. La primera, la imagen patética de un Joe desesperado buscando una botella entre las macetas, sólo para engancharse a ella, tirado en el suelo, cuando la encuentra. La segunda, la ya citada escena del motel, en un ambiente poderosamente depresivo, y Kirsten rendida ante su adicción, tratando de arrastrar de nuevo a Joe en ella. Y, por último, ese amargo final, con la mirada de Joe bañada en lágrimas al ver marcharse a Kirsten hacia un destino incierto.