Hace unos años, en una mesa aledaña a mi mesa y en un restaurante indio, comía un actor español de reconocido prestigio y extraordinariamente galardonado. Un actor de cuyo nombre, por supuesto, no voy a acordarme. Ese actor, que estuvo en todo momento amabilísimo con los camareros, que en todo momento hizo gala de una humildad a prueba de bomba, hablaba, con su comensal compañera, en términos no demasiado positivos y sin caer en el desollamiento, de Belén Rueda. Hasta aquí puedo leer.
Ricardo Darín, atareadísimo padre, pierde a sus hijos en un edificio porteño a comienzos de una mañana soleada, pero fría; y teléfono en mano, corbata en pescuezo, se pasa el resto de la película luchando para recuperarlos. En el camino, claro, los obstáculos: el comisario con una chapita de la Virgen en la puerta, las escaleras de mármol, un pelotudo maleducado y un portero que se ha teñido el pelo de color carne.
Interesante historia, la de Patxi Amezcua. Una historia de ritmo trepidante, sonsonete argentino, angustia extrapolable y plazos que expiran.
Buena. Y me refiero a SÉPTIMO, no, con aquel actor memorable del restaurante indio, a Belén Rueda.