Digo como diría Saliera del comienzo de una serenata de Mozart: el comienzo de EL PREMIO, con esos camareros, es simple. Casi cómico. Y esa comicidad se mantiene, igual que un bajo continuo, durante toda la película.
Son muchas las similitudes de los guiones de EL PREMIO y Con la muerte en los talones, hijos ambos del mismo oscarizado padre: la sueca del piso haciéndose la loca es una y la escena de la sauna, con Paul Newman mostrando al mundo su torso de Rocky Graziano, es otra: un calco de aquella subasta en la que un impertinente Cary Grant consigue salir airoso de un trance peliagudo. Además, el emergente Jerry Goldsmith, de tanto recorrido posterior, trataba de acercarse, con su banda sonora, al mítico Bernard Herrmann, y la testimonial comparecencia de Leo Carroll, hitchcockiano de pro, es entendible también como una especie de guinda a toda esta especie de homenaje al mago del suspense.
En otro orden de cosas, es curiosa la no demasiado sibilina diatriba de Edward G. Robinson, tan cuestionado durante la caza de brujas, en contra de la madre América. Una buena ocasión, o no, para ajustar algunas cuentas.