La vida ociosa y placentera: rico William, rico Humphrey y ricos papá y mamá. Bailes bajo las estrellas, orquestinas, jóvenes prontas a la risa esperando en pistas de tenis. Detrás, o subida a un árbol, Sabrina, la hija del chófer, que pretende alcanzar la luna y aprende, en su exilio de París, a no darse por vencida.
Sabrina, la muchacha, es alegre, igual que una mariposa enamorada y acariciada por la brisa. La película, por su parte, es pariente cuando menos remota de otras historias en las que un hermano frívolo y otro más sesudo contienden como jabatos por el amor de la fémina.
Pero el enterrador Humphrey, a quien las cosas le resultaban fáciles porque era Bogart, no cuadra en el papel de galán cómico, y tampoco casan la Hepburn y el rubio Holden, que demuestra en todo momento muy poco juego de muñeca.
Nada es demasiado creíble. Algo habitual en el cine de los cincuenta, cuando un director podía poner a cocinar a la chica sin que le clavaran cientos de cristales allí donde la espalda pierde su casto nombre.