Es probable que, para los parámetros de la época, se pensara que el inicio iba a resultar sustancialmente cómico, pero, en los tiempos que corren, ese comienzo de LA FIERA DE MI NIÑA, trufado de malabarismos con aceitunas, con un Cary Grant que recuerda a Clark Kent y una Katharine Hepburn con falda y no con pantalones, supone, más que nada, la base algo disparatada de mucho de lo que vino después.
Hace ya más de ochenta años que Howard Hawks, en un fiasco de taquilla, compuso LA FIERA DE MI NIÑA. Y aunque el guión es divertido y acerado y el ritmo trepidante, la película, quizá por lo mismo, y en cierto modo, crispa. Crispa, escrito sea de paso, como una punzada en la clavícula intercostal. Que entre gallinas y patos, con tanta verborrea y tantas carreritas vaporosas, las más de las veces se le traslada al espectador más irritación que mansedumbre, más disonancia que armonía.
Puede que la mejor forma de llegar al público, y de evitar las represalias que sufrieron los involucrados, hubiera sido bajar una o dos marchas de la caja de cambios, de igual forma que la mejor forma de llegar al señor Peabody era a través de la tía Elizabeth.