En 1972, el año en que unos jóvenes uruguayos se vieron obligados a pelear por sus vidas en medio de las nieves de los Andes, se rodaba LA AVENTURA DEL POSEIDÓN, una pieza más de ese cine de catástrofes tan propio de la década en que nacía. Y nacía, LA AVENTURA DEL POSEIDÓN, con los componentes típicos de las otras piezas de ese cine de catástrofes tan propio de la década: una buena porción de famosos intérpretes, ese color que parece de abrigo de cheviot, otra dosis de gritos y un cuarto de piernas y la ineludible cancioncilla de ademán lánguido, como por ejemplo, se me ocurre así, a bote pronto, la de El puente de Casandra.
Es el inefable Gene Hackman, como no puede ser de otra forma, lo mejor de entre los del elenco, que a Ernest Borgnine, también inefable, no le sienta bien el eterno cabreo. Stella Stevens hace de guapa, Shelley Winters de gruesa, Red Buttons comienza haciendo de tonto y Roddy McDowall no hace de mono. A Leslie Nielsen, aun en la muerte, cuesta mirarlo y no sonreír, igual que nos costaría mirarlo y no sonreír si viésemos a Groucho Marx en un entierro.
En la línea, LA AVENTURA DEL POSEIDÓN, de todas esas cintas pseudoapocalípticas de aquella entrañable época. Una época en la que las catástrofes cinematográficas nos presentaban piernas, gritos y cancioncillas y en la que de las catástrofes verdaderas salían por piernas héroes caminantes que hoy son, todavía, auténticos iconos.