Un curita cañón.
Con la Iglesia hemos topado.
Cinematográfica y narrativamente no puede ser más pobre, indigente en todos los aspectos, primtiva, simple, pueril, nula psicológica, humana o interpretativamente, un teatrillo básico y rutinario pedestre en el que los personajes se mueven torpemente a golpe perezoso de un guion sin ingenio, sentido ni gracia ninguna, un producto o martirio, en definitiva, que produce sopor, profundo sueño por su nulidad esencial y gran tontuna, ahora bien, es cierto, que si desgranas/desangras/desgajas de esa mole roma pesada mansa los monólogos de Mario, pues bueno, ahí sí que puedes sacar algo, tampoco tanto ni mucho, no nos engañemos, de entre un millón de frases, alguna pequeña joya, algún juego de palabras, alguna maldad, alguna simpatía o retruécano o dicho revuelto contrahecho o sabotaje surrealista, no, hija, no, del lenguaje, pero, obvia tristemente, no compensa ese esfuerzo rastreo o búsqueda de tan sucintos alivios a cambio de tener que tragarte un mamotreto (dos horas, ¿estamos locos, hemos perdido el juicio, final, todos a la horca?) tan ramplón y tedioso, tan muerte/o, y es que hasta el posible pintoresquismo, particularidad o impronta mexicanos, su fuerza o garra, quedan reducidos a escombros en este malhadado desgraciado caso, a una versión limada afeitada oficial académicamente plana y blanda, sin alma, no sé, como aquellas películas españolas, también de los sesenta, de Marisol, color, horror, a dolor, y compañía, tan (aparentemente) vitalistas y (en verdad o a la vez) moribundas, agónicas, agonizantes, tan pacatas, cursis, ñoñas, inertes, y aquí igual o parecido, cine de derribo por esquelético (artística, intelectualmente) y aburridor (sin remisión ni perdón).