Wenders llegó al punto más alto de consideración de la crítica a mediados de los ochenta y ahí se mantuvo durante una temporadita hasta que su fama y la expectación que levantaban sus películas se fue disipando. Lo que yo me pregunto es por qué llego a tener tal consideración, porque revisando “El amigo americano”, la película que le consagró, no consigo entenderlo.

La verdad es que sólo la había visto en una desastrosa proyección en un cine-club universitario, en mi fase gafapasta, aunque la palabreja no se hubiese inventado aún, y me libré muy mucho de decir que no me había enterado nada y que me había parecido un soberano peñazo, juicio de valor que he ratificado hoy. Pero entonces todavía dependía demasiado del juicio ajeno y no me atrevía a llevar la contraria a los más enterados. Vamos, como cualquier gafapasta.

Con el partido que han sacado otros directores de las novelas de Highsmith, Wenders malbarata lo que podía haber sido una tensa película de género para entregarnos un fofo camelo de autor al que le sobran firmas de autoría por un tubo. Dos horitas haciendo acopio de paciencia y puedo decir que me he enterado tan poco como la primera vez y que alguna secuencia suelta de resabios hitchcockianos, como la del tren, no justifica otras tantas secuencias absurdas. Compara esto con “Extraños en un tren” o “A pleno sol” y llora.