Esta es otra película sobre los primeros años de la posguerra, donde básicamente se muestra la mala baba del aparato represor de la dictadura franquista, representado en su máximo exponente por la guardia civil. Con torturas a la orden del día y ejecuciones directas, sin juicio previo y sin necesidad de dar explicaciones. Con delatores y delatados. Con miedo a no saber cuando echarían tu puerta abajo porque alguien había dado tu nombre, por simple venganza.

Está ambientada en el País Vasco, con los makis ocultándose en el monte, y, como también suele ser habitual, con una historia de amor que suavice la trama principal y el trasfondo histórico que se desea transmitir.

La protagoniza Lucía Jiménez, la única vasca con marcados rasgos faciales de vasca que me resulta atractiva. Le da la réplica Juan Diego Botto, que está en mi lista de peores actores nacionales de todos los tiempos. Aquí le reconozco el esfuerzo para simular el acento vasco. Por suerte, sus apariciones en pantalla son contadas.

Yo a estas películas les veo valor educativo. Las generaciones que nacimos en democracia oímos historias de la guerra y la posguerra de mano de nuestros abuelos. Los más jóvenes ni siquiera saben quién era Franco. Ahora nos llevamos las manos a la cabeza cuando oímos las barbaridades que ocurren en países subdesarrollados o en vías de desarrollo, pero aquí no hace tanto que se cometían tropelías semejantes o peores.

La ambientación rural da más fuerza a la hora de mostrar la barbarie que supuso este episodio de nuestra historia reciente, con vecinos y familiares enfrentados entre sí, en un pueblo donde todos se conocen.