No puedo ser objetiva con las películas de Disney, ni con (casi) ninguna película de animación en general. Volver a ver una película de dibujos me hace sentir como si todo el tiempo trascurrido desde el momento en que dejé de ser una niña se diluyera, y volviera a aquellos años mágicos en los que esperaba ansiosa la llegada de mi padre de Madrid, y cuyos regalos siempre eran VHS de El Corte Inglés. Podía poner la misma película veinte veces al día, y no me cansaba, porque me hechizaban. Rebobinaba, avanzaba, le daba al stop, escuchaba las canciones y los diálogos hasta que me los aprendía de memoria, me reía, lloraba, se me encogía el corazón cuando sabía que algo malo iba a pasar... Vivía cada escena como si fuera la primera vez que la veía.
La infancia es un terreno delicado. Todos tenemos nuestros traumas pero, en mi caso, se vieron compensados por un rayo de luz, y seguro que la de muchos niños más: las películas de Disney. Aún recuerdo el día que la vi por primera vez, en el vídeo del salón. Estábamos mis padres y yo. Cuando llegó el momento del beso, mi padre gastó una broma que, aunque no recuerdo muy bien de qué se trataba, ahora me hace sonreír.
Se pueden criticar muchos aspectos de BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS: que si trasmite que el único propósito de una mujer es encontrar a su príncipe azul, que si Blancanieves sólo lava, limpia y cocina, que si es demasiado inocentona... Sí, para la mujer de ahora sería un mal ejemplo. Pero, ¿qué queréis que os diga? Es un cuento, y a mí me encantan los cuentos. Si no hubiera sido por estas películas, yo no habría tenido infancia. Y me alegro muchísimo de haberlos tenido en mi vida.
Ahora comprendo por qué no puedo ser objetiva con las películas de dibujos. Es por culpa de esa niña, la que aún vive en mí y que se niega a morir.