Como con el alcohol, en el cine las mezclas también son peligrosas. Es muy difícil que una película que se ha publicitado como comedia y que transcurre durante su primera mitad en clave de comedia costumbrista —José Mota incluido— vire de pronto hacia el thriller, el drama, lo paranormal e incluso bordee el gore sin provocar un cataclismo en los espectadores (a ciertas edades uno lleva muy mal los cambios repentinos). Y es una lástima porque la historia tenía recorrido independientemente del género con que se hubiese tratado: habría sido una buena comedia, un buen drama, un buen thriller o una buena película de “paranormalidades”. Al final se queda en nada y lo único que transmite es desconcierto, por muy profundos y simbólicos mensajes que la crítica haya querido ver o por muy arriesgada que resulte su propuesta (el riesgo vale poco si no lo acompañan los resultados). Se salva la interpretación de la pareja protagonista y ciertos momentos impagables, como las nostálgicas apariciones de un viejo autobús de la línea 14 o Quim Gutiérrez transmutado en una especie de doble de Ray Davies en la alucinógena escena final.