Tiene las manos desgastadas, agrietadas, firmes, unas manos que han sido utilizadas durante toda una vida de trabajo con la que seguir adelante.

Tiene la inmensidad a su alrededor, transformada en naturaleza, sobrecogedora realidad que plasma en lienzos improvisados dejando parte de su esencia y de esa naturaleza que transmite su espíritu en ellos.

Tiene prisa en cada tarea que debe realizar para sobrevivir, pero detiene el tiempo hasta otro nuevo amanecer mientras se dedica a fortalecer expresiones, a dibujar pensamientos.

Tiene un notable desinterés en relacionarse con los demás, no entiende la cortesía más allá de las necesidades básicas que cubrir con sus semejantes, pero es clara y sencilla, digna de toda franqueza.

Tiene un descubridor, como todo genio encubierto, que admira su trabajo y desea verla crecer en su propio mundo lleno de mutismo y botes de pintura blanca.

Tiene una mente frágil y extenuada que poco a poco mezcla la realidad con su ángel inspirador que le ofrece hacer algo grande y propio, lejos de la vida eclesiástica, pero cerca de su propia creencia y su forma de entender la libertad.

Tiene una sensibilidad innata que muestra en cada fruto y flor que reproduce en su propio estilo, surgido de la nada. Magia que muestra con un delicado pincel entre sus manos.

Tiene un nombre, Séraphine de Senlis, ya siempre quedará anclado en mi memoria, como el suelo a las rodillas de esta mujer que siguió su propia armonía, demostrando que la persona más austera puede iluminar el arte que lleva escondido en su interior y sorprender con su delicadeza.