Reír por no llorar, porque la sátira de Christopher Morris está plagada de personajes caricaturescos que no hacen más que mostrar la realidad absurda e irracional del fanatismo actual, con independencia del dios al que se idolatre. Conseguir hacer de una inmolación una situación divertida es un acto perverso, hace que al salir del cine te preguntes: ¿pero de qué narices me estoy riendo? Y te vayas a casa con una sensación agridulce que obliga a pensar sobre el mundo que nos ha tocado vivir. Por sus bromas macabras, porque exige utilizar la sustancia gris de nuestro cerebro, por ser una crítica atrevida que no deja títere con cabeza y por descubrir que no haber visto nunca La Guerra de las Galaxias puede tener consecuencias graves. Por todo eso, y mucho más que no pienso desvelar, sus 94 minutos merecen la entrada.