Rifkin's festival viene a significar lo que ha sido siempre la carrera de Woody Allen, y muy especialmente de los 2000 hasta ahora. En diez años estrena diez películas, y de esas diez siempre hay dos o tres muy buenas, una bastante mala y otras siete que, sencillamente, son pasables y punto.
Hay dos formas de interpretar esto: la primera es alabar que Allen siga siendo capaz de escribir un guion al año, rodarlo y estrenarlo y, aun así, siempre mantenga una cierta calidad (entendiendo por esto que, pese a lo que digan sus críticos más acérrimos, rara vez resulta execrable la propuesta), lo cual es un caso probablemente único en la historia del cine. La segunda es darse cuenta de que, muy probablemente, sería mejor que Allen trabajara más despacio, no tuviese la obsesión de estrenar una película al año, y en vez de tres películas como Un día de lluvia en Nueva York o la que hoy nos ocupa, Rifkin's festival, dejara pasar más tiempo y entregara siempre una Blue Jasmine o una Medianoche en París, o incluso una Café Society. Es una reflexión que debería hacer el mítico director de Annie Hall.
Entrando ya en materia con Rifkin's festival, Allen vuelve a homenajear su especial relación con España, uno de los países que mejor lo recibe siempre, y concretamente con el festival de San Sebastián. La película es una carta de amor a Donostia y su cine, y sin duda tiene un punto entrañable, que emana también del buen trabajo de los actores, especialmente Louis Garrel (fantástico en las Mujercitas de Greta Gerwig), Gina Gershon, Sergi López, Christoph Waltz, y por supuesto Elena Anaya y Wallace Shawn, que tienen muy buena química.
No es horrible, ya que el cine de Allen rara vez lo es, y se deja ver más o menos bien como un espectáculo entretenido, al menos, pero está muy lejos de representar lo mejor del autor de Poderosa Afrodita.

Lo mejor: Los actores, especialmente Shawn y Anaya.
Lo peor: Woody, no hagas una película al año, por favor. Piénsalas más.